LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -“Yo puedo ser payaso de mis lectores, si me da la real gana, pero nunca de los poderosos”, dijo una vez, definiéndose muy bien, Roberto Bolaño, de cuya muerte en la Costa Brava acaban de cumplirse diez años.
Lamentable pérdida, cuando acababa de cumplir cincuenta años (edad temprana todavía para un escritor) y, tras decenios de pobreza y aislamiento, comenzaba a ser reconocido por fin como el gran novelista que era; pero, sobre todo, cuando estaba en la cúspide de su madurez creativa, como demuestra su última novela, 2666.
En la introducción a una entrevista de principios de 2003 (la última que pudo conceder el escritor, ya muy enfermo), Mónica Maristain lo describe como “un hombre enjuto, mochila azul en ristre, anteojos de enorme marco, cigarrillo sempiterno entre los dedos y fina ironía a bocajarro”, y asegura que Bolaño “es lo mejor que le ha pasado en mucho tiempo al oficio de escribir”.
Pocos lo negarían, viendo, con la perspectiva de un decenio —en el que aparecen continuamente nuevos libros suyos, como si siguiera escribiendo—, la solidez de su obra y sus consecuencias, entre las que se halla que es hoy uno de los escritores más influyentes de la lengua española.
Bolaño no escribió su narrativa para demostrar una teoría literaria, para comenzar o seguir una escuela y ni siquiera para imponer la buena literatura por encima de las montañas de libros comerciales que inundan el mundo. Escribió para sacarse de adentro esos personajes y ese mundo tan vívidos, sin importarle el destino de sus libros, porque, como había confesado ya, “solo deseo recuperar la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más”.
En 2007 se hizo una encuesta entre decenas de escritores y críticos latinoamericanos y españoles para seleccionar los cien mejores libros escritos en nuestra lengua en los últimos veinticinco años. Tres novelas de Bolaño —Estrella distante, Los detectives salvajes y 2666— quedaron en los primeros quince lugares de la lista. Por otra parte, los estudios sobre su obra en las más renombradas universidades se multiplican hasta el delirio.
¿Qué hubiera pensado sobre todo eso aquel incansable escribidor que, para seguir siéndolo, había ejercido “casi todos los oficios del mundo, salvo los tres o cuatro que alguien con cierto decoro se negará siempre a ejercer”? De seguro, no lo sospechaba cuando salió a los quince años de Chile, en 1968, ni cuando regresó en 1973 para apoyar las reformas socialistas de Allende, ni cuando estuvo ocho días detenido por los golpistas y, por milagro, pudo escapar a México.
En esa primera juventud, como tantos de su sufrida generación, Bolaño padeció altas fiebres pasiones políticas. Siempre de izquierdas, consideró que no se pasaría a la derecha porque no le gustaran “los clérigos comunistas”. Se hizo trotskista, pero tampoco le gustó su unanimidad clerical y terminó siendo anarquista. Cuando, en España, se encontró con muchos anarquistas, empezó a dejar de serlo, porque “la unanimidad me jode muchísimo”.
En México, estuvo entre los jóvenes poetas que revivieron el movimiento infrarrealista (que había fundado el también chileno Roberto Matta luego de ser expulsado del surrealismo por Breton) para oponerse a los poderes dominantes en la literatura mexicana, de los que Octavio Paz era la cabeza más visible. En esta aventura lo acompañó su mejor amigo, Mario Santiago, que luego le serviría de modelo para el Ulises Lima de Los detectives salvajes; pero pronto, aunque siempre se consideraría en primer lugar poeta, empezaría a dedicarse de lleno a la narrativa.
Sería entonces cuando comenzaría a captar la angustia de su generación y el espíritu de su tiempo en el siglo que terminaba. Su testimonio sería desolador, dando cuenta de una violencia generalizada en la que toda política se extravía. Tras la aparición de 2666, los críticos le endilgarían a su obra términos como “post-política” y “post-nacional”.
Pero todavía debe pasar más tiempos para que la crítica comience a ver con mayor claridad los árboles en la selva narrativa de Bolaño, quien, por ejemplo, para sorpresa nuestra, podía decir de La literatura nazi en América que “yo cojo el mundo de la ultraderecha, pero muchas veces, en realidad, de lo que hablo ahí es de la izquierda”, o “cuando hablo de los escritores nazis en América, en realidad estoy hablando del mundo a veces heroico, y muchas veces canalla, de la literatura en general”.
Lo aburría el discurso vacío de la izquierda (el de la derecha ya lo daba por sentado) y solo pensaba en los poetas muertos de mil maneras trágicas, “en todos los que creyeron en el paraíso latinoamericano y murieron en el infierno latinoamericano”. Y sabía bien que toda literatura lleva en sí el exilio, lo mismo si el escritor tuvo que largarse a los veinte años o si nunca se ha movido de su casa.
Por ello, acaso, como reveló en esa última entrevista, para Bolaño la única patria eran sus dos hijos. En un segundo plano, tal vez quedaban “algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria”.
Quizás hasta su última hora quedara en él la visión sombría que le dio su propia experiencia y que expresó en estos versos: “la revolución se llama Atlántida / y es feroz e infinita / mas no sirve para nada / a caminar, entonces, latinoamericanos / a buscar las pisadas extraviadas / de los poetas perdidos / en el fango inmóvil / a perdermos en la nada / o en la rosa de la nada”.
Se han dicho muchos elogios sobre él. Patti Smith, por ejemplo, aseguró que 2666 es la Finnegan wake del nuevo milenio. Pero nada como lo que dijo su amigo Enrique Vila-Matas, lamentando su pérdida porque siempre, cuando escribía, era pensando en Roberto Bolaño como lector.