LA HABANA, Cuba. – Se afirma que en la actualidad hay más de 200 mil perros vagabundos en las calles de Cuba. Es un cálculo conservador. En todo caso, solamente en La Habana y su periferia quizá sea posible hallar por lo menos la mitad de esa cifra.
Y muchos más eran a inicios de los años 90, cuando el apogeo de lo que tan graciosamente llamamos el Período Especial. Las calles estaban erizadas de perros tristes y perplejos, a ojos vista recién abandonados por sus dueños. Siempre hubo aquí perros echados a correr su suerte, pero estoy seguro de que nunca antes se vieron tantos de una vez. Aun así, lo más notable no iba a ser siquiera el número, sino el aspecto y los rasgos físicos de aquellos desamparados.
En proporciones absolutamente inéditas, se trataba de perros “de clase”: cocker spaniel, pooddle, Fox Terrier, salchichas, chow chow, doberman… es decir, no eran los perros de la gente pobre, que siempre pertenecieron al grupo de los que por acá reconocemos como satos, denominación retozona donde las haya para definir la raza de animales o de cualquier otra cosa sin raza definida.
Parece que también en aquella ocasión nuestros conciudadanos mejor alimentados (bien se sabe quiénes son y cómo viven y a costa de qué), habían dado un paso al frente en la tarea de defender hasta la última gota sus magras raciones.
Y así quedaba patentizado que aunque, como repite el tópico, los perros son los mejores amigos de los seres humanos, no todos los humanos actuamos por igual como sus amigos. Seguramente porque para comportarnos como buenos amigos y solidarios con los perros, antes necesitaríamos demostrar que lo somos con nuestras propias almas, y además con el resto de los seres humanos.
Sucedió entonces algo muy curioso -cuyas consecuencias resultan perfectamente verificables en estos días-, y es que la mayoría de aquellos perros botados por sus dueños de una cierta alcurnia, fueron recogidos por los pobres. Y nadie pregunte cómo los alimentaron, porque sigue siendo un misterio.
De esta manera, se hizo corriente encontrar cocker spaniels, Fox Terriers, pastores alemanes o dobermans en los solares y cuarterías del Cerro, La Lisa, Luyanó o Guanabacoa. Y pronto empezamos a ver en las calles habaneras una nueva clase de perro, en el cual se distinguían (y aún se distinguen) claramente los cruces de salchichas, chow chow, o lobos con satos, todo mezclado, como diría el poeta.
Hoy, ante esta historia pasada, que conserva su total vigencia en las calles, los habaneros pobres continúan demostrando ser amigos de los perros (los únicos que en verdad les quedan aquí), pero sin algarabía, como corresponde al auténtico cariño. En tanto, la gente de alcurnia ha resuelto armar campaña propagandística en defensa de los perros, pero sin poner mientes en los mejores amigos de los perros, o sea, las pobres personas del Cerro, La Lisa, Luyanó, Guanabacoa… las cuales sobreviven no menos abandonadas que los perros, pero con menos suerte, pues no logran librarse de la tutela de sus dueños.
Lo mejor que podría suceder es que a los simpáticos y expurgados y bien bañados y perfumados y bien peinados y vacunados y amaestrados y bien abrigados y bien comidos y bien paseados y bien encadenados perros de esta claque de la rancia habanera, les fuera posible albergar a la gente menesterosa de La Lisa, el Cerro o San Miguel del Padrón, a razón por lo menos de uno por cabeza.
Pero ya sabemos que para nuestros aristócratas de la izquierda bistec, los perros no son sino adornos a los que no hay que concederles la realización de sus legítimos deseos. Con todo y que les importen más que la gente menesterosa, por no hablar de las Damas de Blanco, que resultan contraindicadas como adorno.
Pasado el Período Especial, aunque sea sólo para ellos, la izquierda bistec de La Habana infla velas entonces como defensora de la raza canina. Pobrecitos los perros.
Tal vez sería oportuno representarnos a estas señoronas y señoritos (llámense Alicia Alonso, Miguel Barnet u otros huesos que ni el perro se come) como estampas actualizadas de aquel Cancerbero, el de las tres cabezas, todas sobre ejes cogotudos y en función de un solo objetivo: preservar los muros del infierno.