MIAMI, Florida -La oleada migratoria no cesa de batir sobre Europa desde el Norte de África y Medio Oriente. Conflictos armados, hambrunas o la pobreza absoluta disparan la cifra de manera incontenible a través de una avalancha humana impulsada por la esperanza de encontrar mejor vida. Los emigrantes llevan consigo valores a los que tratarán de ser fieles preservándoles en medios diferentes y no pocas veces hostiles. Allí tal vez no logren conseguir trabajo estable y los cambios que vislumbraban, pero por paradójico que parezca tendrán espacio para la conservación, en el respeto, de sus culturas, lengua y religión. Además encontrarán acceso a educación y la posibilidad de lograr el estatus de ciudadanos en nuevas tierras de adopción, sin que ello afecte costumbres, nombres e identidades de su origen patrio.
El contraste se produce cuando la noticia nos trae la imagen de un niño de siete años, presunto hijo de un yihadista australiano, sosteniendo la cabeza cercenada de un ejecutado en Siria. Su padre es uno de los terroristas más buscados en Australia. Pero no es el único. Se estima que al menos 150 ciudadanos de la isla continente tomaron el mismo camino. Igual rumbo tomado por centenares de ciudadanos “europeos” y norteamericanos para sumarse a las huestes extremistas del proclamado Estado Islámico. Casi todos jóvenes musulmanes en edades que oscilan entre 15 y 30 años, nacionalizados en países occidentales o hijos de aquellos emigrantes que un día buscaron en tierras infieles la paz y la prosperidad que en las suyas se les negaba. En datos como estos se basan algunas fuentes para señalar el fracaso occidental a la hora de integrar a culturas ajenas y contrarrestar el atractivo de extremismos como el yihadista, ante el que sucumben personas con identidad confundida y una visión simplista del bien contra el mal, anzuelo que usan con efectividad los fundamentalistas para captar adeptos.
No es imposible pensar que la apuesta militante por difundir el Islam sirve de pretexto a un atajo de criminales que ven en esta suerte de aventura la oportunidad de dar rienda suelta a sus apetitos e instintos más inhumanos y criminales asesinando sin sentir remordimiento, torturando y hasta ejerciendo una especie de pedofilia justificada desde una torcedura religiosa. ¿Se trata realmente a un enfrentamiento entre Islam y Occidente cristiano o más bien estamos ante la intolerancia abanderada en la religión y la falsa percepción de choque entre civilizaciones enfrentadas? La pregunta que se debate es la razón de este comportamiento en un grupo, ciertamente minoritario, que debería tener otra actitud ante las posibilidades que les brindó una realidad cultural ajena.
Una reflexión doble de este nuevo episodio del horror humano plantea la falsa percepción sobre un Occidente irrespetuoso de los valores religiosos ajenos. En un establecimiento de Estados Unidos resulta aceptable que un musulmán trabaje vistiendo según sus preceptos, incluso tome unos minutos para rezar mientras los clientes- lejos de escandalizarse- esperan admirados ante la curiosa novedad. Ejemplos que se repiten en Gran Bretaña, Alemania, Francia o Australia. En sus ciudades refugiados de diversos países practican su fe y sus costumbres protegidas por la ley. No pocos de ellos manifiestan su desdén hacia el pensamiento y credo de los conciudadanos con quienes residen. Se producen casos de violencia inducida por fanatismos o la incapacidad de adaptación al medio, lo que no pocas veces termina en estallidos con saldos trágicos. El escenario de estos dramas va desde la intimidad del hogar al entorno social externo, incluyendo escuelas y cuarteles militares.
El pretexto ante estas actitudes tiene muchos argumentos, válidos en su conjunto. Desde los que acusan a la culpabilidad histórica de las naciones europeas con un complejo que les hace incapaces de celebrar sus valores de libertad, democracia e imperio de la ley ante los huéspedes, hasta los que critican la errónea participación de los países occidentales, en particular Estados Unidos, al intervenir en los asuntos políticos del Oriente, donde parece nunca dar en la diana, sea en operaciones armadas, misiones humanitarias o apoyando revoluciones cuyas soluciones resultan peores que el mal que pretendían remediar.
No es inexacto pensar que las intervenciones militares y políticas hayan incidido negativamente en la manera de ver al mundo externo, que con su modernidad representa una amenaza preocupante para la mentalidad del mundo musulmán ultra conservador. Pero hay más. Se trata de esa actitud de relajamiento moral y falta de espiritualidad que provoca el rechazo hacia los valores que se proponen desde Occidente. Un aspecto que parece poco importante y que no debe pasarse por alto. El empobrecimiento espiritual que está padeciendo el mundo occidental hace que su discurso de respeto a todas las maneras de pensar y creencia terminen en el vaciamiento de su propios valores.
Existen múltiples anécdotas inverosímiles como las ocurridas en Bélgica y Noruega donde los musulmanes han llegado a protestar por la construcción de una iglesia cristiana o la erección de un árbol de Navidad. Las mismas autoridades políticas han terminado dado razón a los manifestantes vetando el proyecto en cuestión. En Estados Unidos sucede de manera sutil cuando las felicitaciones navideñas se sustituyen por el inexpresivo deseo de “felices fiestas” con el ánimo de no ofender a quienes no sean cristianos. Y eso que la fecha está entre las diez que se reconocen como festejos nacionales en Norteamérica. En la misma nación donde el reconocimiento a Dios ocupa himnos y hasta su papel moneda, una alumna fue expulsada recientemente de una clase por bendecir a otra compañera. Se da el contraste una profesora en cierta universidad de la Florida, conversa musulmana, que acude a sus clases vistiendo las ropas prescriptas por la Sharia dejando ver apenas los ojos tras unos lentes.
La única alternativa que le queda a Occidente ante estas amenazas que incumben a todas las civilizaciones, incluida la islámica, es recuperar su identidad espiritual y cultural anteponiéndola como un valor que debe ser aspiración por sus propias sociedades. Un planteamiento que busque el rescate de su espiritualidad y el re encuentro con sus propios valores originales, frenando esa apatía y laxitud que solo ha conseguido que las otras culturas vean a la occidental como una sociedad en fatal decadencia. Reforzar el respeto hacia los valores propios, sin dejar de respetar los ajenos, conlleva un proceso largo al que hay que apostar si se quiere vencer los movimientos que se fortalecen como una amenaza establecida en la propia casa, lista a estallar como bomba de tiempo terrorífica en nuestro propio rostro.