LA HABANA, Cuba.- Yonsel, como le prometió a su abuela, consiguió notas excelentes y entrará a un aula de octavo grado. Lo malo es que Ana no pudo corresponderle de la manera en que le habría gustado. Ana le dio un beso, un abrazo largo y dijo que estaba muy feliz por sus buenas calificaciones, pero no pudo regalarle las vacaciones que merece. Ella no pudo ofrecer más que su cariño inmenso, ese al que ya lo tiene acostumbrado, y por eso se avergüenza…, y se esconde para llorar sin que él la vea.
Ana está muy orgullosa de su nieto pero tiene la certeza de que él merece mucho más de lo que ella puede darle. “Mi nieto se merece lo mejor”. Yonsel es cariñoso, es aplicado, y a su abuela le duele que cuando se juntan sus amigos en la esquina no tenga una tableta, un celular; mucho la entristece que no pueda entrar a esos juegos en los que se enfrentan, “usando aquellos aparatos”, sus amigos. Yonsel tiene mejores notas que todos ellos pero no tiene una tableta, ni siquiera un celular para probar sus destrezas en el juego, es por eso que Ana sufre.
Yonsel no fue, como alguno de sus amigos, a la playa ni a esas piscinas que están de moda y que se alquilan en La Habana. Ana no puede pagar para que él vaya. Yonsel ni siquiera caminó la Habana Vieja ni se paró frente al muro del malecón, y mucho menos hizo el brevísimo trayecto que hay desde su casa al parque forestal para hacer piruetas montado en una patineta. Yonsel no tiene patineta, y cómo iba a tenerla si su abuela ni siquiera ha podido comprarle unos tenis para el nuevo curso.
Ella no puede darle mucho más allá de su cariño. ¿Cómo consentirlo si solo cuenta con ese retirito de doscientos pesos que le tocó después de la muerte del marido? Ana no pudo llevar al nieto a la playa ni una vez; los pasajes son más caros que el año anterior, y más cara es la comida. En solo un día se habría gastado el salario completico, y qué le daba luego de comer a Yonsel… La abuela lo ve mirando, cada día, el juego de los otros.
Ana ahorró cuanto pudo durante todo el curso escolar. Soñaba comprarle un par de zapatos nuevos pero no ha podido conseguirlos. Ella cuenta una y otra vez su dinerito, y recorre las peleterías de La Habana hurgando en cada precio, y vuelve cada vez decepcionada, se angustia cuando ve los tenis de su nieto y los remiendos en la tela.
La abuela de Yonsel es una de las mujeres más tristes que conozco, debe ser porque dejó de creer en los milagros, pero no se deja vencer. Cada mañana limpia la casa de una vecina, y en la tarde camina toda la Calzada de Primelles, y atraviesa Vía Blanca y luego Santa Catalina para llegar al Casino Deportivo, donde limpia otra casa, esta vez enorme, por dos dólares, y al regreso desea que algo excepcional o inexplicable le ocurra; algo que le advierta que Dios existe y que no se olvidó de ella, pero no encuentra ninguna advertencia a la que pueda aferrarse y sigue triste, pensando en sus desgracias, en su marido muerto, en la hija desalmada que la dejó sola con su nieto.
Ana limpia, y lava enormes bultos de ropa a cualquiera que le pague un dinerito. Si no le pudo dar a su nieto unas lindas vacaciones, le comprará al menos unos tenis bien bonitos para que el niño no se sienta avergonzado; y quién duda que para las próximas vacaciones, si su salud la acompaña, pueda comprarle una tableta, para no verlo parado en la esquina mirando cómo juegan sus amigos.
Después de los zapatos ahorrará para comprar esa tableta. Si al menos su hija se hubiera ido del país, pero la muy tonta está presa por robar a un extranjero, porque eso le sugirió su chulo. Y Ana cree que es mejor así, de esa manera no será un mal ejemplo para Yonsel. Ana llora por la hija presa. Ana llora por el nieto que no tuvo vacaciones, que todavía no tiene zapatos para cuando se inicie el curso.
Ana ha dejado de creer en los milagros y supone que el orden que Dios creó para todo el mundo no es el mismo que decidió para este país en el que vive. “Se acabó el respeto. Ya no hay razón que valga“. Así dice mientras llora. Ana tiene la certeza de que su horizonte es demasiado breve, que está pegado a sus narices, hasta donde llegan sus posibilidades, los sueños de su nieto.
Esto no es una pieza de ficción… Cada día saludo a Ana y le pregunto por su nieto, como esta mañana, cuando ella baldeaba la casa de una vecina. Muy bien que vi llegar a Yonsel con una tableta en las manos. Lo miré en el instante en el que se paró en la puerta de la casa que su abuela estaba limpiando, quería mostrarle a su abuela unas imágenes guardadas en la tableta de su amigo.
Eran fotos, muchas, y él quería que Ana se explicara. Ella miró y no supo que responder a la pregunta de su nieto. Quería saber lo que pensaba su abuela de las fotos que miraba, y Ana miró asombrada, le dijo al nieto que podían ser un “montaje“, y dejó la mirada fija en lo que mostraba la tableta.
No sabía que decirle, no quería asegurar que las fotos parecían reales. Ana siguió mirando y aseguró, con voz muy baja, que lo que mostraba esa otra parecía un campo de golf, y que quien sujeta el palo era idéntico al hijo de Fidel, y también el del trofeo entre las manos. Ella lo ha visto en la televisión y se parece mucho, pero no quería admitirlo delante de su nieto. Lo que no pudo negar fue que quien estaba recostado en aquella tumbona en una rara geografía era el mismo que en las otras sujetara el palo de golf. “Al nieto de Fidel sí que no lo conozco“, dijo mirando la imagen que asegura, en el pie de foto, que fue hecha en París.
“En París, Yonsel, cómo quieres que te diga si yo nunca fui a París, ni conozco al nieto de Fidel…, vete a jugar muchacho, que yo te llamo cuando esté el almuerzo”. Así le dijo Ana a su nieto, y me miró asustada. “No me mires así, qué le iba a decir. Imagina lo que pasaría si dice en la clase de Historia lo que estuvo mirando en esa maldita tableta. No me mires así porque tengo que cuidar a mi nieto. Escribe tu si te da la gana, pero no me juzgues“. Así me dijo, y yo escribo ahora lo que miré antes. ¡Pobre Ana!