LA HABANA, Cuba.- En estos tiempos de frecuentes malas nuevas y peores augurios, llega una noticia que me llena de júbilo: el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan.
Muy merecido se lo tiene el más grande e influyente cantautor del siglo XX, que había sido nominado para el premio en varias ocasiones. Dylan escribió algunos de los mejores poemas de los últimos 50 años, como Sad Eyed Lady of the Lowlands o A hard rain’s a-gonna fall, mérito que han olvidado los que ahora le reprochan que en sus dos últimos discos, como si no tuviese más que ofrecer, se haya dedicado a cantar, siempre a su modo, un manojo de viejos standards de la música norteamericana.
Se me erizaron hasta las cejas cuando supe la noticia a través de un amigo que vive en los Estados Unidos (los cubanos de la isla, encerrados en una botija verde oliva, somos de los últimos en enterarnos de casi todo). Ese amigo, que sabe de mi amor por las canciones de Dylan, fue el primero en felicitarme. Después lo han hecho varios más. Y es que de tan fanático del genio de Duluth como soy, este premio, de hecho, es también mío.
Solo lamento que no haya ganado el Nobel el checo Milan Kundera, uno de mis escritores preferidos, que también estaba nominado. Es injusto que no se lo hayan concedido hace mucho. Ojala sea pronto.
Alguna vez, otro cantautor que se las trae, Bruce Springsteen, describió el comienzo de Like a rolling stone, la más popular de las canciones de Dylan, como “un golpe seco, como si alguien hubiese abierto de una patada la puerta de tu mente”.
Nos ocurrió así a los de mi generación, cuando aun no acabábamos de recuperarnos del impacto de los Beatles. De pronto descubrimos que había todavía más, mucho más.
Un tipo de voz nasal y desafinada, mezcla de Woody Guthrie, James Dean y el Holden Caulfield de Salinger, parecía cantar desde el centro del infierno. Armado de guitarra y armónica, se enfrentaba al mal y nos inundaba con un torbellino de versos apocalípticos y surrealistas.
Aunque con retraso, las baladas de Dylan llegaron a Cuba también. Ni la revolución de Fidel Castro, celosa hasta la aberración de la pureza ideológica, pudo impedirlo.
Aún no sabía inglés cuando escuché por primera vez a Dylan. No puedo precisar si fue en la WQAM o en un cassette del marido de mi prima Ileana.
Recuerdo la cara atribulada de mi profesor de inglés de Noveno Grado, allá por 1970. Horrorizado, había descubierto las canciones de Dylan copiadas con faltas ortográficas en hojas de mis cuadernos escolares. Eran mis preferidas de entonces (lo siguen siendo hoy): Like a rolling stone y Just like a woman.
Me costó ir a la oficina del director y una mancha en el expediente. Otra más. El pobre teacher apenas entendía unas pocas palabras. Sus conocimientos del idioma de Shakespeare no eran muchos. Para él, aquello no era inglés, sino cosas de hippies y melenudos extranjerizantes. Sólo sabía que aquello era diversionismo ideológico, y del más grave.
Tenía razón. Lo era. Presentíamos, sin saber inglés, que Dylan decía lo que hubiéramos querido decir nosotros. Nos hacía sentir que no estábamos solos en el mundo. Que había gente como uno más allá de los muros de la escuela, los cortes de caña, las prohibiciones y las consignas que invariablemente hablaban de la muerte como alternativa.
En tiempos en que la era paría corazones y convidaban a creer en el futuro luminoso que nunca llegó, Dylan estuvo más cerca de nosotros que Atahualpa Yupanqui, Daniel Viglietti, Quilapayún y otras prescripciones de los comisarios culturales. Aquellos zoquetes que consideraban decadente y deformante a la música anglosajona, no apta para los oídos del hombre nuevo que querían formar.
En circunstancias diversas y casi siempre adversas, aquellas canciones me han servido de contraseña en momentos de apuro.
Recuerdo que en aquel aciago 2003, en la primera carta que envié a la cárcel de Canaleta a mi amigo, el poeta Raúl Rivero, no hallé nada mejor para decirle que estábamos con él de todo corazón que copiarle los textos de Sad-eyed lady of the Lowlands y My back pages. Espero que el poeta me haya entendido aquella desatinada majadería.
En los años 60, la nueva izquierda norteamericana y europea creyó hallar su vocero en Robert Zimmerman, alias Bob Dylan. Desde el comienzo, el cantautor les advirtió de su error: él no era portavoz de nadie. Sólo quería cantar lo que sentía, reflejar su visión del mundo, hacer música con los sonidos que bullían en su mente. Pero no lo entendieron.
Los tiempos estaban cambiando. Los que no supieran nadar, se hundirían como piedras. Estaba advertido de antemano. No hicieron caso a sus avisos y el Titanic zarpó al amanecer, con ellos a bordo.
Dylan defraudó a la más rancia izquierda. Además de canciones protesta, cantó baladas de amor. Electrificó su guitarra y tocó rock and roll y música country. Se convirtió al judaísmo de sus antepasados. Pese a los cantos de las langostas, aceptó doctorados universitarios y premios Grammy.
Puedo entender el desencanto de los recalcitrantes de la izquierda que dicen que Dylan es un desertor que se plegó al establishment. Suelen ocurrir tales desencantos con los cantautores. A veces no son exactamente lo que uno piensa. Me ocurrió con Silvio Rodríguez. En un tiempo, asistí a sus conciertos y compraba sus discos. Hoy, aunque sigue haciendo buenas canciones, es un disciplinado diputado del parlamento de la dictadura. Me siguen gustando sus canciones pero prefiero que la banda sonora de mi vida disidente la ponga Dylan.
Dicen que leer buenos libros ayuda a escribir bien. También escuchar canciones con buenos textos. Como las de Dylan. Por eso lo escucho profusamente. Tanto como leo a Faulkner, Kundera, García Márquez, Vargas Llosa y Cabrera Infante.
A propósito, ojalá no sea Dylan el último de los cantautores excepcionales que gane un Nobel. ¿Acaso no lo merecerían también Leonard Cohen o Joan Manuel Serrat?