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LA HABANA, Cuba.- Una de las tradiciones populares más arraigadas en la sociedad cubana es la de arrollar con una comparsa durante los carnavales, o detrás de una conga nacida espontáneamente en un solar. Casi todos los cubanos, sin importar su extracción social, han participado al menos una vez en estos arrebatos de alegría colectiva.
No es de extrañar que, para celebrar la declaración de La Habana como Ciudad Maravilla, una de las actividades programadas haya sido un desfile de comparsas por el Prado habanero. Nacionales y extranjeros se dieron cita este jueves en el memorable paseo para acompañar a músicos y bailadores. Pero grande fue la sorpresa al percibir que el espíritu de la gente allí concentrada estaba lejos de ser lo que recordaban Mercedes y Leonor, dos comparseras irredentas que no daban crédito a lo que estaban presenciando.
“Esto no tiene nada que ver con una comparsa de verdad”, dijo a CubaNet, con aire desilusionado, la primera. En mis tiempos las comparsas tenían que abrir el camino con fuego, para apartar a la gente que empezaba a arrollar apenas sonaban los tambores”. En efecto, los cubanos, tan conocidos por su talento para el baile y el canto, flanqueaban el Prado sin mover un músculo. Filmaban con sus celulares al igual que los turistas, para quienes este tipo de baile público puede ser algo exótico. Miraban desfilar a los músicos y bailarines como si el acto de arrollar hubiera dejado de ser algo muy nuestro. Entre la multitud, alguno se animaba a “echar un pasillo”, pero de aquella marejada de gente que se lanzaba a la calle espoleada por la rumba no había rastro.
Señalando a los Guaracheritos de Regla, Leonor comentó a CubaNet: “Esos muchachos no tienen ni ganas de bailar (…) Míralos, están perdidos, no coordinan”. Su criterio –por demás justo– trascendía la falta de sincronización en la coreografía, el desgastado vestuario que exhibían algunos conjuntos, la virilidad mermada en la danza de los varones, la falta de sandunga apreciable en las muchachas y la música que no pasaba de ser puro escándalo de cajón, sin la sabrosura rumbera –con cadencias, crescendos y abruptos cambios rítmicos– que se hace irresistible hasta para quienes no se consideran buenos bailadores.
Se percibía un cansancio de siglos y un desapego mortal hacia esa variante de la cultura popular cubana que años atrás implicaba a negros, blancos, mestizos, profesionales, obreros y estudiantes. Los intérpretes parecían ansiosos por terminar y el público los seguía como en una procesión, penosamente hastiados los cubanos, fascinados los extranjeros. La comparsa no es hoy lo que solía ser porque no hay alegría. Ya lo propio, lo autóctono, las raíces, no son motivación suficiente. La rumba es empujada, cada vez más, a las márgenes del folklor, la cultura popular se ha debilitado ante el empoderamiento de la cultura de masas, y el placer de arrollar tras los tambores es “cosa de ayer” o “de otro ambiente”.