LA HABANA, Cuba.- Reseñar una puesta en escena de la compañía de danza de Rosario Cárdenas (Premio Nacional de Danza 2013) es uno de los más difíciles y ambiciosos retos que podría asumir un periodista de la cultura. Sucede que, más que dirigir, Rosario es una hacedora de la danza; una artista capaz de equilibrar la tensión entre lenguajes cuyas fronteras son abiertas, propensas a mezclarse y confundirse. Performance, teatro y danza nutren el concepto de la maestra para dar vida, en ocasiones, a referentes literarios.
A modo de homenaje por el aniversario 50 de la publicación de Paradiso, fue presentado el espectáculo Antología de Lezama en la obra de Rosario Cárdenas. El mero título es un convite tentador, especialmente para quienes, pese a toda su perseverancia, no han podido añadir la emblemática novela al catálogo de los “ya leídos”.
Es consenso común que el paradigma estético de Lezama se revela, casi siempre, inaprehensible. Su complejo simbolismo y los entresijos culturales que adensan su obra se han convertido en un desafío incluso para los lectores más pacientes y tenaces. Una aproximación a este venerado autor desde los códigos de otras disciplinas artísticas constituye un modo eficaz de comprender, y disfrutar, el poderoso imaginario que palpita en su vasta creación literaria.
El teatro Mella se estremeció con un compendio de ocho obras desprovistas de escenografía, apoyadas únicamente en la fuerza expresiva de la danza. Desde Ouroboros y Dédalo, hasta Tributo a El Monte ―inspirado en la obra homónima de Lydia Cabrera―, la coreógrafa Rosario Cárdenas arregló para el público fragmentos del pensamiento cultural “lezamiano”, ilustrados por una nómina de bailarines que se desmarcan de cuanto acontece en el panorama de la danza cubana contemporánea.
Cuerpos sinuosos y elásticos dieron vida a criaturas imposibles, ágiles, escurridizas; construidas en el centro mismo de la dualidad y la ambivalencia. Fugaces apariciones en escena de la propia Rosario, sumadas a inquietantes figuras andróginas que podían ser lánguidos mancebos o muchachas viriles, (des)colocaron al auditorio frente a un universo visual que demanda un considerable esfuerzo intelectual.
Las trece piezas fueron soberbiamente ejecutadas, pero mención aparte corresponden a El Ascenso, Canción de Cuna y Tributo a El Monte. El primero, basado en el poema de Lezama que forma parte del libro Fragmentos a su imán, recayó en los cuerpos de tres bailarines metamorfoseados en muros, vallas y quicios que entorpecen el curso de una escalada de aliento espiritual. Una obra de pausa y esfuerzo, como la vida misma del hombre, donde la luz hábilmente dispuesta esculpe los cuerpos, erotizándolos hasta remedar esas formas voluptuosas que, desde los lienzos de Servando Cabrera, han cautivado a los observadores.
El solo de Canción de cuna, interpretado por el bailarín Luis Ángel Delgado, fue un maridaje perfecto entre su androginia, el escaso vestuario y el diseño de luces. Igualmente privilegiado en condiciones físicas y técnicas, el joven conquistó a los asistentes con la preeminencia de su cuerpo entregado a un viaje a los orígenes, una búsqueda excitante en los recovecos de la naturaleza humana y sus instintos.
Por su parte, y a pesar de la ausencia de su impactante escenografía, Tributo a El Monte generó en el público la misma reverencia que en 2013, cuando fue estrenada. Su mayor mérito, además de una arrobadora plasticidad y de ser una pieza de danza documentada en la obra antropológica de Lydia Cabrera, estriba en que se mantiene firmemente alejada del folklor, decantándose por mostrar la mística cosmovisión que sobre la naturaleza poseen las religiones afrocubanas.
Si bien El Monte no pertenece al patrimonio Lezamiano, la correspondencia entre ambos caudales es fácil de establecer. Aún sin el diseño escenográfico que tan buena acogida tuvo en las fechas de estreno, la puesta dirigida por Rosario Cárdenas colmó de magia el escenario, hilvanando un viaje cultural que dan deseos de enfrentar, nuevamente, a la colosal Paradiso y la literatura toda de José Lezama Lima.