LA HABANA, Cuba. -En fechas alegóricas a la mujer, el gobierno cubano enfoca su propaganda en las pocas figuras que le conviene resaltar, con la eventual inclusión de alguna que otra personalidad insoslayable, como es el caso de Mariana Grajales, aunque solo sea en un intento de vincular a la fuerza a la dictadura con nuestras gestas independentistas.
Así ocurre cada 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, fecha en que se habla fundamentalmente de las mujeres que hoy participan en la vida militar, y que como militares fueron a pelear a Angola (dudoso mérito, valentía aparte, el de servir como carne de cañón a los intereses conquistadores de un dictador).
El Día de las Madres, otro tanto: generalmente se mencionan –o incluso se entrevistan- a figuras destacadas en el deporte o la cultura, o que fueron pioneras en determinados ámbitos de la sociedad cubana.
Pero apenas se habla de tantas que lo sacrificaron todo por nuestra libertad. En fecha tan importante como el Día de las Madres, es una deuda de honor y de gratitud rendir homenaje a todas aquellas heroínas que no deben ser olvidadas. Y como es imposible mencionarlas una por una en esta ocasión, tomaré como muestra a dos de ellas.
María Cabrales
Esposa de Antonio Maceo, con una niña en brazos se incorporó al Ejército Libertador. De ella dice el general Enrique Loynaz del Castillo: “Es honroso modelo de la mujer cubana. Ella apareció en el campamento entre los vítores de aquellos valientes orientales que le conocían desde niña las virtudes”. Asimismo, cuenta el insigne patriota cómo ignoraba las balas enemigas para salvar la vida de su esposo.
Durante la Guerra de los Diez Años, María Cabrales fue enfermera en los improvisados hospitales de sangre, cosía la ropa de los soldados, cocinaba y asumía cuanta labor fuera necesaria.
En junio de 1869 sufre la pérdida de sus dos pequeños, María y José Antonio, víctimas de las penurias de la guerra. Después de la protesta de Baraguá, ante la imposibilidad de continuar la lucha, María parte al exilio hacia Jamaica, en mayo de 1878, junto a Mariana Grajales y demás mujeres y niños de la familia Maceo.
En Costa Rica fundó el club de mujeres cubanas Hermanas de María Maceo, con la finalidad de recaudar fondos para la libertad de Cuba, que luego enviaban al Partido Revolucionario Cubano.
Tras la muerte de su esposo, María Cabrales de Maceo se retiró a vivir definitivamente en Santiago de Cuba, donde falleció el 28 de julio de 1905, y donde está enterrada.
Por estos días he preguntado sobre ella a varias personas de diferentes edades, y resulta muy triste que la mayoría no sepan de ella, o algunos pocos si acaso hayan oído su nombre y nada más. En su tumba se lee: “María Cabrales, viuda del general Antonio Maceo”. Una inscripción que no le hace justicia, pues esta mujer fue mucho más que eso. Su propio esposo le escribió en una ocasión: “La patria ante todo; tu vida entera es el mejor ejemplo (…)”.
Bernarda Toro
María Cabrales y la segunda madre de la que quiero hablar fueron amigas entrañables, hermanadas en la desdicha. Se trata nada menos que de Bernarda Toro (Manana). De todas las personas a las que pregunté por ella, solamente un hombre entrado en años me supo decir: “Esa era la mujer de Máximo Gómez. Mi papá decía que cuando llegó a La Habana la fueron a recibir al muelle muchísimas personas, y me contó que a manera de homenaje varios hombres quitaron los caballos del coche donde viajaba para tirar de él ellos mismos”.
Pero Bernarda Toro fue bastante más que la esposa de Máximo Gómez. De muy joven se incorporó con su familia al Ejército Libertador, después de prenderle fuego a sus propiedades en Jiguaní, Oriente (hoy perteneciente a Granma). A diez de sus doce hermanos los vio morir masacrados en un asalto al campamento de Loma del Infierno.
Cuando Máximo Gómez la conoció, se sintió atraído por la bella joven cubana, y esta a su vez por el gallardo militar. En 1870 se casaron en plena manigua, de acuerdo con la ley civil de la República en Armas. Él tenía 34 años y ella, 18.
Allí, en la manigua, nació su primer hijo, Andrés, que murió a los pocos meses. También allí nació Clemencia, que sobrevivió a los rigores de la guerra, y a quien las tropas del Generalísimo llamaban “Monchita”. Luego nació Panchito, y más tarde Maximito.
Pero la “Generala” (como la llamaba la tropa) no solo era enfermera en los hospitales de sangre, o cocinaba o cosía, sino que también combatía. cuentan que siempre llevaba a la espalda el rifle que le regalara el valiente cubano Antonio Luaces.
Tras el Pacto del Zanjón, Máximo Gómez decide partir al exilio con su familia. Allí vivieron en una choza y pasaron vicisitudes y necesidades. Aun así, Manana siempre apoyó al esposo, que no cejaba en su empeño de volver a Cuba.
En una carta que escribe a don Tomás Estrada Palma el 6 de marzo de 1897, dice: “Hay dolores que nos entregarían a la desesperación, si no fuera porque su causa es el cumplimiento de un deber sagrado”.
Se refería esta patriota al gran dolor por la muerte de su hijo Panchito Gómez Toro junto al Titán de Bronce.
Bernarda Toro nunca aceptó la pensión reservada para la familia del Generalísimo. También a don Tomás Estrada Palma le dice en su carta, cuando rechaza dicha ayuda: “Quienes hacen a la Patria la ofrenda de lo que más se ama en la vida -padres, hijo y esposo-, (…) estamos dispuestos a no convertir más en pan lo que puede convertirse en pólvora”.
Manana fundó junto a su hija Clemencia el Club Patriótico Panchito Gómez Toro, en el que también recogían medicinas y ropa para las tropas insurrectas. Seis años después de sufrir también la pérdida del esposo, muere en La Habana, el 29 de noviembre de 1911.