LA HABANA, Cuba -Tengo un amigo que siente un desprecio enorme por las barbas. Le parece aterradora la sombrita oscura que lo acompaña en la luz de cada día y se empeña en hacerla desaparecer temprano. Cada jornada lo mismo; antes del café, antes de poner el primer cigarrillo entre sus dedos largos y de junturas tan notables, entra al baño y se planta delante del espejo. Cada mañana dedica una mueca de desprecio a esa imagen que le devuelve el azogue… Es prolijo en el enjabonado que precede al desplazamiento de la maquinilla, el que lo libra de cada uno de esos “cañoncitos” que salieron en la noche.
Jamás conocí a alguien tan meticuloso para conseguir el rasurado. Adora cantar mientras se afeita. Desde hace un tiempecito escoge cada vez la misma pieza: “Rise like a Phoenix”. Esa es la melodía que prefiere, la entona una y otra vez, hasta que hace desaparecer cualquier vestigio. Es rarísimo que distinga esa canción que ha hecho tan popular Conchita Wurst, de quien no soporta su barba. “¡Es una paradoja que un rostro bello se muestre poblado de tantos vellos!”. Así se explica.
Esta mañana ocurrió algo diferente; abandonó la melodía y chillo altísimo. ¡Maldito país! Así gritó y yo toqué a la puerta, exigí que abriera y él mostró su cara “tinta en sangre”. Porque me asusté, porque quise ayudarlo, conseguí su furia. “Precision plus, precision plus, esta porquería es la culpable… ¡País de mierda!”, así gritaba descompuesto y mostrando la maquinilla, poniéndola delante de mis ojos en evidente desafío.
Su agitación, su descontento, me advirtieron de la importancia que para su vida, para sus necesidades e intereses, tenía el afeitado con cuchillas buenas. Era evidente la afección que le provocó la sangre. La cuchilla, y la sangre, amenazaron su armonía, lo llevaron a injuriar a su país, y al gobierno. “¿Dime por qué no puedo tener una Mach 3? ¿Por qué no puedo comprarme una crema de afeitar?”.
Intentando desahogarse, habló de la estrechez de su bolsillo, de lo que trabajaba cada día sin que pudiera pagar unas cuchillas que no le provocaran daño, y hasta contó sus peripecias para hacerse de una, de los ahorros que nunca eran suficientes… Esos filos parecían cambiar el rumbo de su vida. Mi amigo culpó al país, al gobierno, por el pésimo afeitado, por la sangre derramada. Hasta lloró.
Creí exagerada tanta angustia y pensé en los viejos que viven en la calle pasando hambre, en los muertos en el mar que soñaron conseguir otra geografía. Suponía excesivo comparar su sangradito con el sufrimiento de quienes estuvieron recluidos en las UMAP y con la angustia de los migrantes varados en la frontera que divide a Costa Rica de Nicaragua.
Sus heriditas y la sangre significaban para él lo mismo que para los franceses del siglo dieciocho la escapada de los reyes a Varennes o el asunto del collar de Maria Antonieta. Hasta creí que aquellas heridas tan menudas lo habrían llevado a La Bastilla, al Palacio de Invierno. Y él lo confirmó. Ese instante que transcurrió entre la quietud y la sangre, era esencial en su vida, en ese momento le nació la fe, la de tener unas hojas de afeitar que no dañaran su piel, y creyó que podría hacer cualquier cosa para conseguirlas. Eso era para él la totalidad de lo real, como para otros podía ser un hijo preso o la eucaristía de la vida. Que sangrara su cara porque no pudiera comprarse otras cuchillas, era tan grave para mi amigo cómo fueron para otros las vacaciones del hijo de Fidel en Turquía. Lo vi llorar, y también noté lo curioso de los significados que tiene, en nuestro idioma, la palabra nimio, esa que usan muchos para indicar que algo es insignificante o de poca importancia, pero que en sus inicios simbolizó, y todavía lo hace, lo excesivo, lo que más incumbe. Y eso, tengo la certeza, de que mi amigo lo sabe muy bien, como también debe conocer, porque es lector de Goethe, que la sangre es un fluido muy especial.