LA HABANA, Cuba.- En los pasados años 90, los apagones en Cuba se sucedían con intervalos de 8 horas. Había noches en que nos tocaba a nosotros el corte de la luz; otras veces les correspondía a los vecinos de al doblar de mi casa, que pertenecían a otro circuito. De esta manera, cada noche nos reuníamos en la casa del vecino que tenía televisor sano y electricidad, para no perdernos al menos la novela de turno.
Nos sentábamos diferentes familias, y en éstas había todo tipo de personas. Estaban las amas de casa, las madres trabajadoras y las muchachas estudiantes; también en esa época los hombres comenzaron a ver los culebrones, tal vez por falta de otras opciones.
En estas reuniones se encontraban diversos ejemplares masculinos, entre ellos un borracho que durante la novela tomaba nota de todos los tragos que los personajes no se tomaban o botaban sin querer.
También fumadores que en aquella época sufrían la gran escasez de cigarros —algunos llegaron a recoger cabos de la calle— y vivían cada chupada de los protagonistas que tenían ese vicio. Cuando a uno se le caía la cajetilla, sufrían como si hubiese sido la propia.
Por suerte, en esa época en Cuba no se vio la película “Mejor imposible” (nombre original: “As good as it gets”) donde actúa Jack Nicholson. En ese filme, su personaje utiliza cinco jabones cada vez que se lava las manos. Imagino que en los televidentes eso hubiera provocado uno que otro infarto.
Yo, por mi parte, seguía la trama sin notar nada de esto, salvo que me llamara la atención una ropa o casa bonita. Pero en los últimos tiempos he desarrollado una obsesión que me hace remontarme a la época en que el borracho supervisaba cada trago: estoy fascinada con el jugo de naranja.
En cada película o capítulo de telenovela que veo, noto que los personajes desayunan zumo de esa fruta; en las meriendas, cenas y hasta en los banquetes, veo las jarras del sabroso jugo.
En Cuba, los extractos de cítricos que venden casi siempre están adulterados, o mezclados con refrescos instantáneos. Los venden en cajitas que dicen “100% natural”, pero no lo son. Los que anuncian como de limón, mandarina o naranja, en realidad no son tales. Nunca he visto jugo de naranja importado, pero confieso que no lo he buscado. Me dedicaré a eso.
Un día de mucha hambre y calor, en aquellos años 90, mi amiga de la universidad me dijo: “Tengo tremendos deseos de tomarme un CERELAC bien frío.” Para quienes tienen la suerte de no haber padecido las realidades de Cuba, aclaro que el CERELAC era un polvo horroroso que vendían a los ancianos en sustitución de la leche; se suponía que era un cereal lacteado, de ahí su nombre. Ese día, le pregunté por qué no soñaba con batidos de chocolate o algo mejor, y ella me respondió que sus aspiraciones eran más modestas.
He recordado esa anécdota porque ayer pasó algo similar con mi hija de casi 8 años. Iba caminando por la calle con sus abuelos, cuando escuchó a una vendedora que pregonaba naranjas. Le comentó al abuelo “Ay, yo quisiera un día poder comerme una.” Por suerte, a la niña pudimos cumplirle uno de sus sueños.
A diferencia de casi todas las personas del mundo —ricas o pobres—, ella, a su edad, no conocía el sabor de esa fruta. Chupó unas cuantas, y por unos momentos fue feliz.