PERIÓDICO EL MUNDO.- En el registro de la KGB la inscribieron primero con su nombre de soltera: Valentina Udolskaya. Todavía presume de que era la ayudante de cocina más rápida pelando patatas de la dacha gubernamental de Zavidovo, a las afueras de Moscú: aire puro, ministros sentados a la mesa, asuntos de Estado mientras traen el té y buen salario en el oasis del esparcimiento de la élite soviética. Pero durante décadas ha callado un detalle de mayor calibre, que empezó una mañana de primavera de 1963 en el aparcamiento de esa residencia de dignatarios. De una limusina negra emergió un moreno barbudo de 1,90 de estatura: tenía 36 años y se llamaba Fidel Castro, bandera de la revolución mundial para muchos soviéticos de entonces.
Canciones cubanas sonaban día y noche en la radio soviética y los rusos repetían expresiones revolucionarias en español. La Habana había quedado ofendida por cómo Nikita Jruschov había cerrado la crisis de los misiles con EEUU sin contar con ellos, y el Kremlin se esforzó para recuperarlo recibiéndolo como al gran amigo de los rusos.
En palabras del escritor Eduard Limonov, Castro era un «monstruo sagrado» a la altura de Yuri Gagarin, el primer hombre en el espacio. Esos días en Zavidovo bebía coñac sentado a la mesa en el jardín, con el abrigo puesto. Cazaba patos y rebañaba el plato de carne. Hablaba y reía sin parar. Para Valentina, ayudante de cocina de mirada angelical, ejerció una atracción física instantánea: «Tenía una energía especial, entraba en una sala y lo hacía de manera contundente». El líder cubano había volado poco antes en secreto desde La Habana hasta Murmansk, al norte de la URSS. Esa primavera inspeccionó submarinos, dio la mano a trabajadores, probó la sauna y pronunció discursos interminables a lo largo de un safari rojo de 38 días por todo el país. Los que pasó en esa dacha avistando patos y zorros fueron los más tranquilos. Valentina fregaba y callaba. Pero cuando por fin hablaron la primera vez él intentó memorizar su diminutivo repitiéndolo varias veces.
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