LA HABANA, Cuba.- El pasado viernes en la Mesa Redonda volvió a debatirse si debe aceptarse el uso de la bandera cubana como parte de la vestimenta cotidiana, evitando así que los insulares, especialmente los jóvenes, luzcan los atributos de otros países. Tomando como punto de partida el documental Donde basta con una, la discusión fue enfocada hacia la proliferación de la bandera norteamericana en cualquier prenda de vestir.
La tendencia ha ganado mayor visibilidad desde el reinicio de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, lo suficiente como para preocupar a intelectuales y expertos en humanidades, propaganda, publicidad e ideología. Es un hecho que la simpatía hacia Estados Unidos se fortaleció con la visita de Barack Obama, considerado por los cubanos como la antítesis de Raúl Castro. A partir de su presencia en la Isla, todo lo “americano” se volvió más atractivo y deseable.
Lo primero que llama la atención del documental es que no aparece un solo cubano explicando ante las cámaras por qué le gusta usar la bandera de Estados Unidos. Las opiniones fueron ofrecidas por los especialistas, quienes descorrieron el velo sobre dos de las problemáticas que hoy hacen crisis en la sociedad cubana: el sentir patriótico y la percepción que tenemos de nosotros mismos como nación.
Según los criterios, el uso de la bandera norteamericana en Cuba responde a factores que abarcan desde la imposición de una moda global hasta las secretas aspiraciones anexionistas que, de forma consciente o no, han crecido en la población insular. Tales juicios son acertados, pero más aún lo es el hecho de que se ha descuidado la producción simbólica que puede contribuir a afianzar la identidad y el patriotismo de cada cubano.
Como suele suceder cuando se aplaza por demasiado tiempo la discusión de un problema grave, ahora todos abogan por tratar de resolverlo con la controvertida y radical solución de permitir el uso de prendas con la bandera cubana. “Siempre que sea llevada de manera respetuosa, claro”, acotó uno de los entrevistados. Pero una vez que la enseña nacional se instale en el campo de la moda, ¿cómo quedará trazada esa línea de respeto? ¿Quién decidirá cuál es el modo “apropiado” de usarla? ¿Sería más aceptable llevarla en una boina que en un sujetador, aunque este último se halle más cerca del corazón?
La frase es tan ambigua como otras que ya han causado malentendidos de grandes proporciones y dramáticas consecuencias en la historia de Cuba posterior a 1959. Los expertos alegan que en el país no se ha invertido lo suficiente para competir con todo el merchandising cultural que Estados Unidos despliega en cada rincón del planeta. Todavía Juan Padrón cree que los niños cubanos no ven los animados de Elpidio Valdés porque prefieren a Mickey Mouse. Hace veinte años quizás hubiera tenido razón; pero la realidad es que Estados Unidos genera continuamente íconos atractivos para la infancia, y hoy es Rayo McQueen el rival del valeroso mambí que se hizo entrañable para tantas generaciones de cubanos.
El problema, no obstante, va más allá de la publicidad. Desde el punto de vista simbólico, la bandera norteamericana representa a un país que, pese a todos sus defectos, mantiene su prominencia en la arena internacional. Aunque cada cuatro años haya un mandatario distinto en la Casa Blanca, la bandera es un emblema independiente y superior a las corrientes políticas que coexisten en Estados Unidos.
En Cuba, por el contrario, pervive una ideología que durante más de 50 años ha hecho creer que sistema político, gobierno y patria son la misma cosa. Como consecuencia de tal manipulación, el amor por los símbolos patrios se hace extensivo —por defecto— al gobierno y su doctrina; de manera que muchos cubanos tienen una percepción confusa de lo que es amar a la patria y ser leales al régimen.
Uno de los entrevistados expresó que cuando mira la bandera cubana ve a Fidel y al Che; sin embargo, lo que para él constituye una espontánea asociación de significantes, para otros es una analogía malsana. Lo que casi nadie parece tener en cuenta es que antes que Fidel o el Che nacieran, grandes patriotas habían dado su vida por defender esa bandera.
Permitir que la enseña nacional luzca en prendas de vestir no va a mitigar el uso de la norteamericana; y es absurdo pretender que ello exacerbaría el patriotismo resquebrajado por una autocracia que no ha logrado proveer de bienestar ni independencia económica real al país. El efecto podría ser, de hecho, contraproducente. Ahora mismo Cuba está de moda y, con ella, todo su arsenal simbólico. En este contexto la bandera, lejos de reflejar un sentir patriótico, se convertiría en un trapo más y cada cubano con vergüenza se vería obligado a soportar a los vendedores vociferando en cualquier esquina: “Amigo, Cuban flag”, mientras ofrece a los turistas una playera, boina o vestido con el principal atributo de la nación.
Si los millones de dólares que el gobierno cubano ha destinado a tantas movilizaciones descabelladas se hubiesen invertido en potenciar los símbolos que activan la identidad y el patriotismo de los cubanos, hoy tuviéramos un gran equipo de pelota, un plantel de dignas sucesoras de las “Morenas del Caribe”, y los niños querrían ser como Elpidio Valdés o Meñique.
El fantasma de la penetración cultural ahora sí es una realidad. Los íconos legitimados por el poder hoy provocan hastío e indiferencia, mientras la gente abraza sedienta todo lo que viene de fuera, incluyendo el modo de pensar. Pretender cubrir con la bandera el socavón ideológico que sufre la revolución cubana es, a todas luces, un gesto desesperado.