LA HABANA, Cuba, febrero (173.203.82.38) – Discrepo del colega Miguel Iturria cuando califica en CubaNet (y en su blog) de “ambigua y empobrecedora” a la película Casa vieja, del director Lester Hamlet. Ambigua no es. La moraleja de la relectura por Lester Hamlet de la obra teatral de Abelardo Estorino de 1964 es favorable a la entelequia revolucionaria. O al menos, a su pasado. Aunque Esteban, el personaje que interpreta Yadier Fernández, no haya dejado despedir el entierro de su padre al secretario del Partido. Así y todo.
En una escena en la funeraria azotada por la lluvia, para el espanto de la madre, que quiere cerrar puertas y ventanas, Esteban, como el teniente Conde desde un techo de Mantilla en una de las novelas de Leonardo Padura, clama rabioso por un ciclón que arrase con todo. Pero no hay por qué asustarse. Ahí está la madre, sufrida y dispuesta a seguir sufriendo, para mantenerlo todo en su sitio por fuerte que sople el viento. No es casual que a la hora de deshacerse de la ropa del difunto, sólo conserve, emocionada, su gorra de miliciano.
Sobre todo eso: sugerir. Cada vez con mayor frecuencia, muchos creadores cubanos afirman que el arte deja de serlo en cuanto sobrepasa los límites de la sugerencia. No sé si será cierto, pero seguro es que es más saludable para los artistas a la hora de tratar con la censura y colarle algún que otro gol. De ahí que las ambigüedades sean en el arte cubano de hoy, gajes del oficio.
Casa vieja está llena de excelentes actuaciones (Adria Santana, Yadier Fernández, Alberto Pujols, Daisy Quintana, Isabel Santos, Manuel Porto), pero también de símbolos, muchos de ellos demasiado manidos en la cinematografía cubana de las dos últimas décadas, que se pueden leer –como ciertas canciones de Silvio Rodríguez- en uno u otro sentido: el hijo que vuelve de la diáspora, la madre, el homosexual, el anciano agonizante, la decadencia del poblado, las paredes sin repellar, las tablas podridas de la cerca del patio, las calles sucias, los pioneritos que juegan en la calle
Faltaron algunos habituales: la jinetera, el marginal, los balseros. Lo que no faltan son banderas cubanas. Es el símbolo más reiterado en la película. Aparece en las paredes, las gorras, el parabrisas del carro. Por delante y por detrás de los actores. Pero no basta el orgullo patriótico por sí solo. Como en La anunciación, de Enrique Pineda Barnet; Barrio Cuba, del fallecido Humberto Solás, y en otras películas cubanas recientes, la familia es lo más importante, lo único que nos puede salvar del naufragio; parece ser la moraleja. También en Casa vieja. Sólo que es una familia sin ilusiones ni esperanzas, cerrada, intolerante, inmovilizada y temerosa.
Pero, cuidado. ¿Qué derecho tiene Esteban (¿los exiliados?), que huyó de su familia y su país hace 14 años y en ese tiempo no envió ni un paquete de cuchillas, para venir de visita y decirles a su madre y sus hermanos ofuscados (¿los cubanos de acá?) cómo deben actuar, vivir y pensar?
Las inconsecuencias del personaje de Esteban no se deben a la resistencia del original de Estorino al guión para la contemporaneidad de Lester Hamlet y Mijail Rodríguez. En la obra teatral, Esteban era un redentor dentro de la revolución, por muy incomprendido que fuera por los comisarios culturales de entonces (Estorino sabe cuánto le costó tal incomprensión). Ahora que el horno no está para redentores, la esquivez de Esteban no parece falta de intención. .
Esteban deja claro que aunque ya no pueda ni quiera vivir aquí, allá no es mejor o peor, sino diferente. Y se reconcilia con abrazos y a moco tendido con su familia, pero vuelve a partir y todo sigue igual.
Si no pasó el ciclón purificador, ¿qué puede hacer su familia con su tara inmovilista y sus viejos hábitos que se hicieron vicios? Cuando más, sólo pueden hacer lo que Lester Hamlet con la obra de Abelardo Estorino y salvando las distancias, el general Raúl Castro con el modelo económico: intentar actualizarlo.
En ese sentido, Casa vieja es una película adecuada a los tiempos que corren. Ciertas ambigüedades son inevitables. Lo demás también.