LA HABANA, Cuba, septiembre, 173.203.82.38 -Todo comenzó verdaderamente alrededor de agosto de 1994, cuando se celebró de manera casi milagrosa (gracias a la conjunción de los mil esfuerzos de unos cuantos soñadores) el primer Festival de Hip Hop en Cuba. Fue entonces cuando esta vieja, descuidada y gris ciudadela de El Vedado se convirtió en un punto de convergencia de las principales energías raperas de la capital y quizás, incluso, del país. La añeja edificación parecía renacida. La encarnaba un nuevo espíritu. De eso no había dudas.
Mi rap no está mezclado, no es pop ni reguetón, se escuchaba cantar. Y todos comprendían de qué se hablaba.
La espontaneidad, el talento, el carisma y la creatividad tuvieron un polo magnético que se tornó fuertemente visible. Nada podía negarlo. Aquello parecía indetenible. Graffiti y rap a toda máquina: cualquiera podía pensar que se trataba del inicio de una nueva era cultural en Cuba, o al menos en La Habana, y eso acontecía precisamente durante los momentos más oscuros de la peor crisis general en la historia del país.
Es necesario que el silencio ya se acabe, Tiranosaurio, se escuchaba cantar. Y todos comprendían el reclamo.
Los raperos tenían muchísimo que decir a los cuatro vientos y tenían voces capaces de hacerlo con la tenacidad apropiada, y tenían modos varios, además, y tenían una voluntad joven —como si dijéramos inderrotable—, y para colmo tenían esperanzas mientras remontaban el brillante camino que algunos afro americanos e hispanos de los Estados Unidos habían inaugurado en la década anterior.
Y ocurrió que (desde aquel mundo exterior y remoto) nombres como Public Enemy, Ice-T, 2 Live Crew o Arrested Development, e incluso M.C. Hammer o Massive Attack con su trip-hop, comenzaron a centellear con vigor multiplicado en la mente de quienes estrenaban sus primeras rimas fogosas a la vera de las viejas paredes de la casona, que fueron impregnándose de aquellos obsesivos sonidos y cubriéndose de repentinas inscripciones y dibujos trazados por admiradores de Basquiat o de Keith Haring —quien dibujaba lo mismo en una pared del metro que en una camiseta o en un dirigible, y era admirador, a su vez, de la pintura corporal afrocubana.
Por aquella esquina de Diecinueve y Diez —hoy devuelta al gris—, pasaron rostros y nombres incontables como fueron Alto Voltaje, Los Aldeanos, Mano Armada, SBS o Amenaza (que pocos años más tarde sería un grupo muy conocido fuera de nuestro país bajo otro nombre: Orishas). Muchos, como estos, se fueron de Cuba hacia los destinos más diversos e inimaginables; algunos siguieron en la cultura hip hop contra viento y marea, otros no pudieron mantener el impulso imprescindible y finalmente la abandonaron.
Incomprendidos, rechazados, marginados por burócratas de mierda y sabuesos del estado, se escuchaba cantar. Y todos sabían que las metáforas no eran lo que más se precisaba.
Algunos amigos, cada vez más escasos según pasan los años, todavía siguen reuniéndose de vez en cuando a un costado del viejo caserón: se sientan en un muro roto bajo los laureles de la acera y conversan quizás sobre el Ice-T actor o sobre una película de Spike Lee. “¿No han oído lo último de Orishas?” O discuten de béisbol. O se callan. O, por hablar, hablan de cualquier otra cosa.
Algunos de los que allí acuden son tan jóvenes que sólo han escuchado contar sobre lo que ocurría en aquella esquina lustros atrás, antes del momento en que las autoridades, “en bien del orden público”, por supuesto, detuvieran el espectáculo definitivamente y de que el letrero Comunidad Urbana dejara de tener el significado tan estimulante y prometedor que una vez pareció definitivo. Casi veinte años después, son muy pocos los que recuerdan aquellas jornadas vibrantes e inclusivas. Algunos, no resulta raro, prefieren no recordar y aun ni hablar de aquella época.
Hace sólo unos meses, se fue para España otro de los últimos sobrevivientes de aquella era —cuenta alguien a la sombra de un árbol—, casado con una hermosa europea que se lo llevó más lejos aún de aquellos gloriosos días de Dj y metralla de rimas explosivas y hervidero de gente buscando más y más rap y más y más versos duros y más y más nombres de retadores.
Un país de monjes en tensión, que su iglesia es el mar y su dios una embarcación, se escuchaba cantar entonces. Y todos vislumbraban el golfo luminoso, azul, terrible.
Y después, como si allí jamás hubiese ocurrido nada, vino el silencio. Y todos saben que es largo ese silencio y que suena a definitivo.