PUERTO PADRE, Cuba, abril, 173.203.82.38) – A pesar de los mosquitos, desfallecido por el hambre y la meditación, había terminado por dormirme muy temprano.
Los presos conversaban. “Yo soy revolucionario. No sé a cuántas tribunas fui pidiendo la libertad de ‘Los Cinco’. ¿Y quién va a pedir mi libertad ahora?”, decía el del machetazo al del cerdo, en alusión a la campaña de propaganda del régimen para recuperar a sus agentes procesados en Estados Unidos por espionaje, mientras casos similares en Cuba permanecen en tela de juicio.
Unos pasos hicieron callar al del machetazo. El carcelero venia acompañado por el oficial de guardia superior. Se detuvieron frente a mi celda. El carcelero abrió la reja y alguien entró con una colchoneta y la puso en la litera superior.
El nuevo prisionero se sacó unas botas de campesino sin cordones. De un salto trepó a la litera y se tendió en ella. El oficial de guardia superior, hasta ese momento en silencio, dijo: “Acá usted estaba solo en su celda y para que no continúe aburrido se lo hemos traído”.
“Pues aquí se va a morir de soledad, porque no hay tipo más aburrido que yo”, le respondí.
Nadie contestó. Los guardias se alejaron y el sujeto permaneció allá arriba, en silencio.
“¿Acaso será este uno de ellos?”, pensé.
Por el aquello de que resulta muy fácil conducir al sueño eterno a cualquiera mientras duerme, decidí dormir con el oído alerta y la boca y la nariz pegadas a la pared, para salvarme de todo mal.
Pero no sueño con imágenes buenas ni malas. Pasé toda la madrugada recordando, mientras el de los altos dormía… o simulaba dormir.
Recordé cómo hace un año estaba en una casa de campaña levantada junto a una laguna mientras segaba pasto cuando una furgoneta de color blanco, sin matrícula, llegó hasta nuestro campo. Del vehículo bajaron tres individuos. Uno era bajo y trigueño; el otro joven y de tez clara. El tercero tendría seis pies o poco más de alto y una figura de quebrantahuesos.
Sin muchas explicaciones dijeron que tenía que ir con ellos. El más pequeño se identificó como el mayor Gómez de la Seguridad del Estado, el rubial dijo apellidarse Martí. El quebrantahuesos no movió los labios ni para testificar su condición humanoide.
Aunque podía haber escapado por mil y un vericuetos que solo yo conocía, preferí no hacerlo. En su lugar me dije: “Ve y mira hasta dónde conduce este ovillo”.
Sonriendo les dije: “Pues con Gómez y Martí voy al fin del mundo”.
Me confiscaron el móvil, la libreta de notas, la pluma, el radio receptor y la cámara con el lente CARL ZEISS, que ya nunca más funcionaría.
Me encerraron en la parte trasera de la furgoneta sin ninguna visibilidad. Comenzamos a dar tumbos por un sendero ahuecado a tal punto que, en un par de ocasiones, la trasmisión y el cárter rozaron el suelo. Al cabo de otros veinte minutos la furgoneta se detuvo. Martí se volvió y diciendo “Usted sabe cómo es esto” me cubrió la cabeza con una capucha como esas que en la televisión cubana muestran cuando hablan de las cárceles secretas y los campos de detención del imperialismo yanqui.
Luego abrieron la puerta y agarrándome cada uno por un brazo, Gómez y Martí me hicieron bajar de la furgoneta. La capucha me mantenía en una oscuridad impenetrable.
Por fin llegamos a un lugar donde una puerta se abrió sin el característico chirriar de rejas. Me quitaron la capucha. Para mi asombro no me llevaron a un sótano, ni a una celda, ni a un cuarto de interrogatorio, sino a una habitación como la de un hotel de lujo, aunque al parecer en una apartada mansión campestre.
“Bien, usted es abogado. A usted no es necesario explicarle cómo y por qué será procesado, juzgado y condenado. Su expediente se encuentra listo. Solo quería decirle que basaré mi tesis de maestría en su caso”, dijo el quebrantahuesos, que resultó ser un instructor penal y prosiguió con una diatriba soez que solo hicieron callar mi silencio y una mirada fija a sus ojos.
Salió de la habitación y regresó poco después con algunos alimentos. “Coma”, me dijo.
“No, muchas gracias. ¿Puedo acostarme?”, pregunté.
“Sí”, respondió y se fue como mismo llegó.
La habitación estaba excesivamente fría. Me despojé de las botas, me saqué mi camisa campesina de mangas largas y me arrebujé con ella. Debieron estar observándome porque casi al instante graduaron el climatizador, hasta mantener la habitación con una temperatura óptima.
Pasadas las cinco de la tarde Gómez y Martí me despertaron. Martí tenía la capucha en la mano. “Vamos”, me ordenaron.
Mientras caminaba entre aquellos dos individuos me pregunté: ¿Qué dirían el apóstol de la independencia de Cuba, José Martí, y el Generalísimo de su Ejercito Libertador, Máximo Gómez, si conocieran que sus sagrados apellidos los habían tomado unos policías transformados en secuestradores al servicio de un régimen totalitario que se dice socialista?”.
Encerrado en la parte trasera de la furgoneta. Pero solo habíamos transitado 15 o 20 minutos por terraplenes y pedregales cuando detuvieron la marcha. Martí me retiró la capucha y abrieron la puerta.
“Bájese”.
Cayó la tarde. Mire a los lados y pregunté dónde estábamos.
“Mire bien”, dijo Gómez
Entonces fue que me percaté. Me estaban abandonando a muchos kilómetros de donde en la mañana me habían secuestrado. Junto a mí habían dejado las dos mochilas con mis bártulos y sobre ellos mi guadaña. La cámara fotográfica la habían estropeado y goteaba agua.
Los secuestradores se habían marchado con el viento a su favor. En el móvil había un mensaje de mi hijo: “¿Papi, vienes hoy?”. Eran las siete y 13 minutos del 17 de febrero de 2011.
Ahora estoy en una cárcel, una cárcel de verdad. ¿O es un país-cárcel?
El día amaneció soleado. Puedo comenzar a leer más temprano. Sólo me interrumpen el carcelero con el desayuno y la enfermera y la doctora con sus medicamentos. Ya ni me tomo el trabajo de decir que no; solo hago un gesto con la mano y les doy la espalda.
Poco después de repartir el almuerzo a los presos, el carcelero abre la reja. “Recoja sus cosas y venga conmigo”, me dice
“No tengo nada que recoger”, le respondo.
Cuando salgo al pasillo todos los presos están mirándome con las caras pegadas a los barrotes. Me dicen adiós con las manos. No puedo darles la espalda. Retrocediendo comienzo a caminar sin apartar mis ojos de ellos. El del cerdo dice que se llama Eugenio Peña Alonso y que va para cuatro días que tampoco prueba alimentos.
“¡Haga algo por mí!”, me ruega.
Caminando hacia mi casa, como lo hice por aquella solitaria carretera ese 17 de febrero de 2011, me vuelvo a preguntar: ¿Es esta la Cuba donde pregonan que se respetan los derechos humanos?
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