LA HABANA, Cuba, abril (173.203.82.38) – La expresión popular cubana que da título a este trabajo, refleja cómo está de difícil la situación para los más de trescientos estudiantes chinos de español, alojados en la playa Tarará, a veinte kilómetros de la capital. Como hace más de cincuenta años, la zona es hoy exclusiva. Ahora, aparte de los chinos, viven allí sólo extranjeros, y un puñado de antiguos propietarios que no se marchó del país.
La sorpresa fue enorme. Funcionarios y algunos profesores (para decepción de sus alumnos), irrumpieron en los dormitorios y requisaron fogones eléctricos, ollas de presión, y arroceras, sartenes, cazuelas, platos, cucharas, nuevos de paquete, comprados por los asiáticos.
La información no aclara si incautaron los tradicionales palitos con los que comen los hijos del Celeste Imperio. Se presume que la incautación se produjo para prevenir que los chinos cometieran el “delito” de alimentarse mejor. Arroz, galletas, verduras, ensaladas, frutas, cayeron en la redada, y hasta el momento no han devuelto ni una migaja
“La comida no alcanza. Es poca, nos quedamos con hambre. Los empleados se la roban. Vemos cómo sacan los cubos llenos de lomos de cerdo, pollo, pescado para negociar. Hasta quieren vendernos la comida que se roban -apunta un estudiante-; la embajada debe conocer estos problemas y reconocer la falta de control que existe. Lo único que hemos hecho es tratar de alimentarnos mejor”.
Una muchacha interviene: “Tenemos clases y después estudio individual, hasta de noche. En los ratos de descanso vamos a abastecernos porque nos sirven poco. Además, hay comidas que no tienen nada que ver con nuestros hábitos. La identificación con los cubanos en ese sentido está principalmente en el arroz”.
Los estudiantes se mueven en taxi, gastan más por lo difícil del transporte público y el poco tiempo que les queda libre. Un residente en Tarará, en contacto con la escuela, dice que la cocina elabora suficiente comida, “pero los empleados del comedor y otros llenan primero sus vasijas con lo que hurtan, para venderlo en el barrio de al lado, o simplemente se llevan la comida para sus casas. Un muslo de pollo lo venden a diez pesos, casi medio dólar”.
Un cordón de seguridad rodea a Tarará, se exige pase para entrar, y se registra los que llegan y salen. Pero nada puede con la corrupción. En Tarará conviven hijos de padres ricos y pobres. Los pobres costean los pasajes y los estudios a fuerza de sacrificio, esperanzados en la futura mejoría familiar. Los ricos optan por rentar habitaciones a sus hijos fuera de Tarará para escapar del control estatal.
“Después del decomiso estamos mal con la alimentación. Nunca pensamos que fuéramos tratados como delincuentes. ¿Qué delito hemos cometido? ¿Robo de electricidad, como dicen?” -pregunta un joven escolar. La respuesta queda flotando.