LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -Cuba demuestra que en América Latina las democracias son todavía débiles. No hay dudas de que en el hemisferio sur, contando a las islas del Caribe, la democracia es el referente fundamental, tanto del Estado como de los ciudadanos y de las instituciones. Pero las dinámicas políticas, diplomáticas y geopolíticas condicionan las posibilidades para que aquí no actúen las instituciones sino los intereses.
El clientelismo político de las élites, el populismo de los Estados y de significativos grupos sociales, más el antinorteamericanismo histórico de la región, se combinan para posponer la defensa íntegra de los valores democráticos en el hemisferio.
De modo que la prueba de la debilidad democrática no está en las fallas institucionales y en su precariedad social y cultural, sino en la incapacidad para hacer prevalecer los valores en todo el hemisferio. América Latina es el único espacio donde se manifiesta una tensión permanente entre los fundamentos que la constituyen y el compromiso público con las instituciones que le dan cuerpo. En África no hay ambivalencias. Las dictaduras son dictaduras sin rodeos verbales.
Existe la tendencia de culpar a la izquierda latinoamericana de la falta de compromiso hemisférico ante la democratización de Cuba. Pero esta tendencia tiene un denso expediente. Desde su surgimiento en nuestra región, las izquierdas revolucionaria y cristiana han sido, si acaso, democráticas por impotencia. Tuvieron que sufrir la violación brutal de sus derechos, a manos de las dictaduras de derecha, para que el tema de los derechos humanos entrara siquiera débilmente en sus respectivos programas ideológicos.
Para estos sectores de la izquierda, las libertades básicas no están en la base de la estructura de convivencia social dentro de su modelo de modernidad. Son más bien la herencia instrumental desechable, una vez que se instauren supuestas sociedades justas y revolucionarias en una competencia cooperativa entre la Cidade de Deus y la Ciudad de Marx. Para ellos, Cuba fue el futuro y continúa siéndolo. El asunto nada tiene que ver con el modelo económico cubano, que todo el mundo sabe que es un desastre, sino con el modelo político y social que se supone es viable con ciertas correcciones de su populismo rígido.
La democracia es, frente a las izquierdas revolucionaria y cristiana, más una imposición de la realidad que un proyecto político. Su histórica tensión con el liberalismo solo se explica porque recela profundamente de las libertades en el contexto de fuertes estados de derecho institucionalizados. Y estas izquierdas han hegemonizado por sobre la izquierda democrática, la que asocia libertades individuales y equidad social, que resulta minoritaria y que rara vez ha logrado el poder del Estado, a excepción de Costa Rica. En todo caso, ha vivido bajo un permanente complejo por no ser lo suficientemente revolucionaria. Como si la revolución, esa fase inmadura de las sociedades, fuera la condición natural de la política latinoamericana.
Si estas izquierdas borbónicas han evolucionado dentro de determinados países, su concepto no ha sufrido una misma evolución a nivel hemisférico. El partido socialista chileno, serio donde los hay, tuvo un itinerario revolucionario fuerte, que lo vinculó al partido comunista cubano, pero que se modera a golpe de tortura, después del paso del pinochetismo, y le lleva, en el caso de Cuba, a esbozar una crítica a nuestra falta de libertades.
Hay una rotación del mito cubano
Sin embargo, hay una rotación del mito cubano, que se fortalece en los países democráticamente débiles. Después de Chile, Brasil. A éste le sigue Venezuela, montada sobre la misma estela mítica en la que viven la izquierda social e intelectual de Argentina y Uruguay. Las expresiones críticas de la izquierda al gobierno cubano se producen en países de mayor solidez democrática, o que se dirigen a un modelo de democracia fuerte. Allí donde la democracia es débil, como en los países del Alba, o como en Colombia, Guatemala y El Salvador, la crítica a la falta de libertades en Cuba es nula o escurridiza.
El tema parece más relacionado con la profundidad de la democracia en los distintos países que con la ideología de los sectores políticos. En Brasil, ni Lula ni Rouseff tienen compromiso alguno con la apertura democrática de Cuba, pero tampoco lo tenían los gobiernos de Sarney o Cardoso. Esto es así porque Brasil es todavía un país en transición, que va saliendo de un modelo de democracia débil, pese a todos sus experimentos.
Pero la importancia de Brasil reside en su centralidad como nación y como modelo dual. Parece un proyecto de izquierda imitable y parece un modelo de desarrollo alternativo. Ambas cosas están siendo contestadas por los ciudadanos brasileños y reflejan, en lo que toca a Cuba, cómo la falta de compromiso de los gobiernos latinoamericanos con la democracia cubana traduce las debilidades de los comportamientos democráticos con sus propias sociedades.
La izquierda brasileña en el poder reproduce la lógica imperial de las izquierdas revolucionarias, en un país con un pasado y una pretensión imperialistas, difícilmente enmascarables detrás del progresismo: en este desarrollo el pueblo es como un cliente que va dejando atrás el hambre con la ayuda del Estado, y a quien, en el momento de mayor desesperación por los cuestionamientos raigales al poder, hay que escuchar.
¿Hacia dónde debemos mirar los demócratas cubanos?
Sin embargo, ¿escuchar al “pueblo” es una relación estrictamente democrática y de izquierdas entre el Estado y la ciudadanía? Los Estados latinoamericanos, casi todos, se han encargado de pervertir el vínculo moderno entre el soberano constitucional, “el pueblo”, y el Estado. Quien elige, tendrá solo la posibilidad de ser escuchado. Si algo queda claro, después de las protestas en Brasil, es que los partidos necesitan una refundación ciudadana que supere esa herencia borbónica, según la cual la legitimidad del poder reside en el poder, de donde se deriva que los de abajo serán escuchados sólo a su debido tiempo. Un punto que Michelle Bachelet ha alumbrado claramente desde la altura de su prestigio y visibilidad.
Para Brasil, la América del Sur, que era el límite de su diplomacia política, se extiende ahora hasta el Caribe, siguiendo dos lógicas en apariencia contradictorias: la de subpotencia económica y la de geopotencia política. Ninguna de las dos contempla los valores de la democracia más que como soluciones verbales dentro de la retórica modernamente correcta.
¿Hacia dónde dirigirnos los demócratas cubanos dentro de este escenario? No parece que podamos trabajar con gobiernos supuestamente democráticos. Los gobiernos en América Latina no han captado los conceptos de democracia fuerte que miran a los gobernados como ciudadanos originarios de la legitimidad política. Mientras las sociedades se abren y la ciudadanía crece en sus formas múltiples, estos gobiernos, con solo dos o tres excepciones, se cierran como grupos corporativos tras el telón tradicional del populismo.
Su problema con la prensa es una señal para advertir esta incapacidad de adoptar y estimular conceptos fuertes de democracia. El progresismo ideológico de algunos de ellos no es sino un nuevo conservadurismo social, con serias dificultades para convivir plenamente con las libertades. Ningún demócrata serio se ofende, por ejemplo, con la real o supuesta difamación de la prensa.
Los demócratas cubanos debemos conectarnos con la rica pluralidad de la sociedad civil en América Latina, que está vigorizando los derechos y las libertades. Cierta visión estatista nos hace ver que el punto final de nuestro curso y recurso políticos termina en un buen contacto con los representantes del Estado. Eso puede ser el caso con las democracias que privilegian a los ciudadanos, pero no en las democracias que solo tienen por sujeto al “pueblo”. En estas últimas, los ejemplos democráticos a seguir no se encuentran en el poder. Solo están en la sociedad. ¿Cree alguien de verdad que Lula es un demócrata?