LA HABANA, Cuba, enero (173.203.82.38) – Un afilado filósofo de nuestras calles, el rockero Gorki Águila, se burla ingeniosamente de sí mismo cuando afirma que aunque a él no le gusta la política, él sí le gusta a ella. Eso es describir de un plumazo el drama del apoliticismo en Cuba, a punto de convertirse en malformación de la mente y el alma.
Por más que el régimen se haya encargado de dinamitar todos los puentes que permitían escapar al influjo de su política, somos muchos, demasiados, cada día más, los cubanos que insistimos en presentarnos o actuar púbicamente como apolíticos.
Tal vez en el fondo constituya otro modo de asumir las enseñanzas de Martí, para quien, en política, lo real es lo que no se ve. Pero esa aberración ante el autoengaño, o peor, ese intento de engañar tan flagrantemente, son ya patológicos.
Si es difícil hallar una sola familia en la Isla que no esté desmembrada y dispersa, o a la que no le falte lo imprescindible para vivir sin sobresaltos, por culpa del poder político. Si no hay familia entre cuyos miembros no se registre al menos una víctima de la violencia provocada por su política guerrerista y represora. Si este mismo poder ha llegado a mantener entre rejas a unos 100 mil ciudadanos, entre presos políticos y comunes, luego de haber convertido el día a día en un calvario en el que resulta imposible no delinquir o no disentir. ¿Cuál sería la lógica de quienes sienten o dicen sentir indiferencia ante su política?
Es lo dicho: dadas las circunstancias, resulta una anormalidad ser apolítico en Cuba.
Claro que cada cual tiene derecho a serlo, o aparentarlo, si es lo que más gusto le da. Pero no olvidemos que cuando el derecho de un individuo se ejerce en detrimento de los intereses del conjunto, deviene la negación de lo que debiera ser.
Por lo demás, resulta fácil entender el pretendido apoliticismo de muchos cubanos de a pie, temerosos, frustrados, escépticos, asqueados, cuya única alternativa es aplicar la picardía del indefenso. Sin embargo, trastorna y parte el alma asistir al espectáculo de nuestros artistas e intelectuales (dicen que) apolíticos.
Si entre nuestra población común el apoliticismo actúa como un recurso defensivo con el que se humilla a conciencia, imponiéndose la obligación de hacer la vista gorda ante el verdugo; entre la supuesta élite de la cultura en el país representa, además de la misma humillación, una cobarde renuncia a su papel como avanzada intelectual y espiritual, y una connivencia que les desacredita.
Recientemente, a propósito de otro drama similar, el poeta Juan Gelman nos recordaba que para los antiguos atenienses el antónimo de olvido no era memoria, era verdad. Sin que sea necesario ponernos tremendistas, podemos parafrasearlos: hoy, en Cuba, el antónimo de apoliticismo no es politicismo, es decencia.
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