LA HABANA, Cuba, febrero (173.203.82.38) – Jorge vive en una vieja casa con techo de vigas y lozas, y aunque las paredes se mantienen en buenas condiciones, el techo es una regadera. Por mucho que le pasa la mano, no logra frenar la destrucción.
El año pasado se dañó un pedazo del portal. Jorge acudió al arquitecto de la comunidad y este le dio el dictamen técnico y los pasos para iniciar la reparación. En aquel momento, para darle la licencia necesitaba que una empresa se hiciera responsable de asignarle los materiales.
Cuando el Gobierno comenzó a otorgar licencias y a vender los materiales de construcción por la libre, Jorge vio los cielos abiertos. Por fin podría arreglar su casa. Ya no pasaría los últimos años de su vida con la vivienda apuntalada por palos y esperando a ser un albergado. Desde que se jubiló se hizo de una licencia de zapatero remendón. Tenía ahorrados unos quilos, y con la ayuda de la hermana de Miami, ahora sí iba a arreglar su casa. Fue a la oficina correspondiente para iniciar los trámites.
Jorge no contaba con la sorpresa que se llevó. Entre los documentos que debía presentar, estaba el certificado de la oficina de recaudación de impuestos, que probara que él no era cuentapropista. Y no era el único que se encontraba en la misma situación. En la oficina se encontró una señora, protestando porque necesitaba una carta similar, que demostrara que no era arrendadora, ni lo había sido en los cuatro años anteriores.
Después de conversar un rato se despidieron, seguros de haber tomado la decisión correcta. La señora arreglaría su casa de todos modos, pues no podía renunciar al negocio que le proporcionaba no sólo la comida, sino incluso los medios para reparar la casa.
Jorge, en cambio, sabía que una reparación en grande, como la suya, no podía hacerse en secreto. No veía otra solución que entregar temporalmente la licencia de zapatero, y apelar a la bondad de su hermana.