LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -A Hugo Chávez se le dedicó aquí el desfile del Primero de Mayo. Y antes del martes, cuando realizaron la prueba de Historia de Cuba para ingresar a la Universidad, los estudiantes estuvieron repasando su biografía, porque esperaban que saliese en el examen. Para la izquierda latinoamericana, Chávez puede ser una moda política, pero el gobierno cubano le ha construido un nicho en el panteón de su historia nacional, como antes hizo con Marx, Engels y Lenin, que no pisaron jamás esta tierra.
Chávez logró lo que quería: convertirse en un mito americano, ser el Mesías de los pobres, el “hijo predilecto” de Bolívar, el nuevo Sol de América, auriga del ALBA, y arquitecto de la integración. Su legado en Venezuela es profundo, pero depende ahora de los venezolanos interpretar, no los sueños de Chávez, sino los signos de su realidad nacional, para que hallen un camino justo, y no repitan los efectos que ha traído la aplicación de una ideología infrahumana.
Venezuela tiene frente a sí dos paradigmas, que son esencialmente opuestos: la República y la Revolución. Curiosamente, de ambos cuelga el epíteto de “bolivariano”. La República sugiere estabilidad política, Estado de derecho, apego a la Constitución, respeto a las libertades cívicas y participación juiciosa de los ciudadanos. La Revolución es su antípoda: es un imperio de acciones violentas y leyes volubles, que en la era moderna ha servido para disfrazar nuevas monarquías, como las de Cromwell, Napoleón y Stalin. Perseguir el ideal trotskista de la “revolución permanente” no sólo agota la nación, sino que tiende a poner el país al borde del colapso económico y de la guerra civil.
Todas las revoluciones polarizan a la sociedad, convierten la adhesión política en un signo de naturaleza humana, y logra que las personas sean marionetas de su rol como poder. Basadas en un espíritu maniqueo, promueven la lucha entre el reino de la luz, que en este caso es el gobierno nacionalista y el pueblo, y el reino de las sombras, que son las oligarquías, “la derecha” y el imperio estadounidense.
Ahora, esa lucha ideológica tiene un eje doctrinal, un gen político: el chavismo, que funciona como funcionó aquí el término revolucionario. En Cuba, la sociedad se dividió en revolucionarios y contrarrevolucionarios. En Venezuela, en chavistas y antichavistas. ¿Qué legado patriótico es ese que sirve para dividir a la Patria? Incluso, Nicolás Maduro se presentó en su toma de posesión como el primer presidente “chavista”, como si estuviera fundando un linaje, o una religión.
Chávez fue un espíritu militante, que continuó la batalla ideológica entre el latinoamericanismo y el imperialismo yanqui. Aunque, para mí, es una batalla entre dos ideologías imperialistas, de dos bloques geopolíticos, cuyos centros son Washington y Caracas, o tal vez, La Habana. Supuestamente, los separa el esquema de socialismo y capitalismo, pero como ha demostrado la revolución cubana, el socialismo fracasa como proyecto de justicia social y económica cuando los principios liberales son ahogados, en vez de corregirse a través de un liberalismo social.
Tampoco la batalla es entre la derecha y la izquierda, pues las dos, en equilibrio de fuerzas, sazonan la democracia. El verdadero conflicto no es entre el socialismo y el neoliberalismo, sino entre la autonomía y el centralismo, venga de Caracas o de Washington. Es entre la República y la corrupción, la cual ha convertido a los pobres en cifras y votos, que justifican la demagogia. Cuando las leyes de la república no actúan por igual sobre todos los ciudadanos, es previsible que unos, por ambición, y otros, por miedo a la exclusión, quieran abolir el orden republicano.
En su país, Hugo Chávez es la nueva efigie, el nuevo santo patrón de los ideales revolucionarios. Pero en nuestra isla, es un simple decorado. La revolución cubana llegó tan hondo en el alma de los ciudadanos, que al morirse allí, sin sepultura, exhalando los vahos de la frustración, el desgaste y la rutina, es imposible resucitarla. Ha sido una lección amarga, pero necesaria.
Aquí ya estamos hartos del mismo pasado y del mismo futuro. Ya nadie sueña con marchas combatientes, ni quiere líderes, misiones históricas, o promesas utópicas. Ser testigos de una ruina lenta y dolorosa, ha hecho aterrizar las mentes y los corazones de muchos cubanos.
Los pobres de América Latina tienen derecho a soñar con una revolución social, que como escoba mágica, barra con la pobreza y la marginación seculares. Pero los pobres de Cuba, que somos casi todos los cubanos, tenemos derecho a sacudirnos un pasado con aspiraciones de eternidad, y a despertar del sueño de una revolución fantasmal. Hay que vigilar y medir con atención las acciones del presente, para que no vuelvan en el futuro, convertidas en pesadillas. Los cubanos ya no queremos sueños, queremos vigilia.