LA HABANA, Cuba, junio (173.203.82.38) – El hecho de que los gobernantes cubanos valoren más la adhesión política de un escritor que sus méritos literarios, constituye una evidencia que a nadie debe de sorprender. El caso del historiador Eliades Acosta, no obstante, amerita ser expuesto debido a su carácter paradigmático.
A mediados de los años noventa, tras asumir la dirección del Ministerio de Cultura, Abel Prieto deseaba hallar un cuadro idóneo para sustituir a la anodina Martha Terry en la jefatura de la Biblioteca Nacional. Fue así cómo, durante un viaje a Santiago de Cuba, el ministro se fijó en un hombre de indudable talento, dueño de una oratoria elocuente y una prosa elegante, que dirigía El Ateneo de esa ciudad. El hombre resultó ser Eliades Acosta, quien de inmediato aceptó mudarse a la capital y asumir la dirección del principal centro bibliográfico del país.
Ya como director de la Biblioteca Nacional, a partir de 1997, Eliades inició una frenética actividad que lo llevaría a los primeros planos de la vida cultural y política de la isla. Puede decirse que la esencia de su labor se centró en estos dos tópicos: un combate a muerte contra el proyecto de bibliotecas independientes, que cada día florecían de un extremo a otro de la geografía cubana; así como tratar de demostrar que no había libros prohibidos en Cuba.
Para este último fin, Eliades alentó la creación de clubes de lectores (clubes Minerva) que contaban con títulos de autores como Vargas Llosa, Octavio Paz, Solzhenitsyn y George Orwell, entre otros. Sin embargo, los ejemplares de los cubanos radicados en el exterior— Cabrera Infante, Reynaldo Arenas, Rafael Rojas, etc, estaban estrictamente controlados, y sólo se podía acceder a ellos mediante un permiso especial de la subdirección de la entidad.
Paralelamente a esa faena, Eliades no desmayó en su empeño de escritor, ni de ser un acérrimo defensor de la política cultural de la revolución durante sus frecuentes viajes al exterior, y los múltiples congresos de bibliotecarios en los que participaba. Notable resultó el boicot que él y un grupo de provocadores pro castristas realizó en México contra la presentación de un número de la revista Letras Libres, que incluía artículos de escritores cubanos opuestos al gobierno de la isla.
Como escritor, Eliades publicó, entre otros, El evangelio según San George, un ensayo muy crítico acerca de la gestión del Presidente George W. Bush, y la que él consideraba como “la nueva derecha norteamericana. En el año 2002, en la antología Vivir y pensar en Cuba, la emprendió contra el ensayista Rafael Rojas, al que llegó a calificar de “contraguerrillero cultural”, al estilo de los cubanos que en el siglo XIX lucharon contra los mambises al servicio del colonialismo español.
Muy pronto Eliades se convirtió en una figura popular para el público cubano. La televisión, las mesas redondas y la prensa escrita abrieron sus espacios para que el director de la Biblioteca Nacional expusiera sus puntos de vista. Fue inevitable entonces que se fijaran nuevamente en él; en esta ocasión serían los altos mandos del Partido Comunista. Lo escogieron para dirigir el Departamento de Cultura del Comité Central.
Su bienestar material, por supuesto, aumentó. Le asignaron un automóvil con chapa blanca, reservada únicamente para los dirigentes de primer nivel, y su familia disfrutó de vacaciones en Varadero. Sin embargo, al cabo de unos meses, Eliades comprendió que había crecido como funcionario, pero muerto como creador. Apenas tenía tiempo para escribir, además de que los viajes al exterior se redujeron ostensiblemente. Se dice que, abrumado, y tras enterarse de que Raúl Castro había aprobado su nombramiento para que, en lo fundamental, arreglara los problemas del ICRT, Eliades pidió su liberación del cargo.
En lo adelante, y ya como simple investigador del Instituto de Historia de Cuba, Eliades ha continuado escribiendo para algunas publicaciones extranjeras, como la chilena Punto Final, y la editorial australiana Ocean Press. En sus artículos mantiene la misma fidelidad al gobierno cubano. No obstante, su nombre ha desaparecido por completo de la prensa, la televisión y el programa Mesa Redonda.
Al parecer, los gobernantes no le perdonan que haya antepuesto una motivación personal, a los “sagrados intereses de la revolución”. Parafraseando una expresión muy recurrente, podríamos afirmar que el poder no castiga a los arrepentidos, pero los desprecia.