LA HABANA, Cuba, marzo (173.203.82.38) – El “pueblo enardecido” salió nuevamente a las calles. Y no precisamente para combatir a la dictadura. Salió para golpear, escupir y pisotear a varias mujeres indefensas. Con “valor envidiable”, las masas frenéticas se agolpan en la calle Neptuno para echar fuego por la boca. Como son revolucionarios, el régimen les permite tomar las calles y avenidas de la ciudad para realizar su show “patriótico”, y hasta les garantiza la transportación. Militares, agentes de la Seguridad del Estado y militantes del Partido Comunista, se disfrazan de pueblo y demuestran que en Cuba prevalece por encima del los valores humanos, una ideología absurda.
A pesar de que fueron aguantados por un tiempo, supuestamente gracias al Cardenal Ortega, la furia de estas personas vuelve por sus fueros. Por internet se puede ver la heroicidad de estos defensores de la revolución. Ancianas tiradas por el suelo, escupidas y humilladas, son la manifestación de los “elevados” sentimientos revolucionarios que inspiran a las llamadas masas ardientes.
Ese es el pueblo enardecido que muestran los medios oficiales en los espacios noticiosos. No el otro, el que de verdad se enfurece y lucha a la hora de comprar una libra de papas o dos libras de arroz. O el que se atropella cuando llegan los huevos, el picadillo de soya y el pollo por la libreta de racionamiento.
Mientras un grupo de personas se manifestaba el pasado 23 de febrero contra las valientes Damas de Blanco, que conmemoraban la muerte de uno de sus hijos, en el resto de la ciudad cientos de miles de habaneros enardecidos luchaban para conseguir la “jama” del día, y muchas madres trataban de conseguir leche para sus hijos. Y ninguno de ellos se interesó en sumarse a la insípida masa que sale a las calles a hacer de tropa de choque del gobierno.
Desde los sucesos de Mariel, en 1980, el guión es el mismo. Nada ha cambiado, sólo que el “pueblo enardecido” hoy no tira huevos ni tomates a los contrarrevolucionarios, como en ese momento. Hoy, en medio de tanta hambre, el arrebato y el fervor revolucionario no son tan fuertes como para gastar un huevo o un tomate lanzándolo contra el enemigo. Hoy los del pueblo enardecido reciben, como compensación por su actuación, una merienda que consiste en un pan con un par de lascas de jamonada y el transporte para regresar a sus hogares después de finalizar el mitin “espontáneo”.
Muchos de los que componen esta multitud son policías traídos del oriente del país que quieren trabajar en la capital para sobrevivir a la miseria de sus provincias. Aunque para lograrlo, tengan que dedicarse a golpear mujeres.
Lo que debería resultar inquietante para el régimen es la indiferencia, cada vez mayor, del verdadero pueblo. Aunque el guión pretenda mostrar el apoyo al gobierno, se hace cada vez más obvio que se trata de eso: un guión mal representado.
El “pueblo enardecido” es un invento del régimen. El otro, el verdadero, el incrédulo, el apático, es cada día más contrarrevolucionario, apoya en silencio a las Damas de Blanco, y a toda costa busca emigrar para escapar de tanta locura y desventura.
Cuando oiga a través de los medios decir que el pueblo enardecido salió a las calles a combatir a las mercenarias Damas de Blanco, no se deje engañar. El verdadero pueblo está demasiado ocupado haciendo colas para poder comer o tratando de encontrar la forma de huir, y no se presta a esas payasadas.