PUERTO PADRE, Cuba, noviembre (173.203.82.38) – Maniabón es vocablo indígena. Aquí se asentó la tribu del cacique Maniebo. Es una tierra martirizada. El primer crimen del que se tenga noticia data de la época de la conquista. El último está a la vista.
Gente de un tal Francisco de Morales, lugarteniente de Diego Velázquez, que en 1511 emprendió la conquista de Cuba, violaron a las mujeres de los indígenas, y sublevados estos, los españoles los asesinaron.
Al cacicazgo de Maniabón pertenece Guabineyón. En otro tiempo, rica tierra labrantía cubierta de cañaverales, potreros y platanales. Hoy, desierta, como si las tropas de Adolfo Hitler hubiesen pasado por aquí.
A Guabineyón lo atraviesa un ferrocarril. A dos o tres kilómetros se levantaba una grúa o transbordador cañero, y a su alrededor se asentaban los bohíos de los campesinos que labraban los campos.
Con pencas y tablas de palma real se construyeron los bohíos, copias de las aldeas aborígenes. Hoy, de esos bohíos sólo queda el recuerdo.
La ausencia de los que un día vivieron y trabajaron en Guabineyón, toda esa gente y sus descendientes, que viven hoy amontonados en chozas en los barrios marginales de la ciudad, nos recuerda el genocidio cometido aquí por Diego Velázquez y su gente.
A lo largo de lo que queda del ferrocarril, kilómetros y kilómetros de soledad es lo único que salta a los ojos del viajero. También verá un campamento para presos, y allá, muy lejos, unas pocas casas construyéndose en la nada, sin aire de aldea campesina ni de barrio de ciudad.
Tal es la modorra que se respira en este sitio, desde donde un día de 1957 Francisco Cabrera Pupo tomó el camino de la Sierra Maestra para cambiar la miseria por la prosperidad.
Pero si Paco Cabrera llegó a comandante del ejército rebelde, y a jefe de la escolta personal de Fidel Castro, como el mismo Paco, muerto en un accidente en 1959, estas tierras: Merchant, Santa Isabel, Guabineyón, parecen detenidas en el tiempo, pero no en el de la aldea indígena viva, sino como el día de los asesinatos. Ya en Guanibeyón no existe el menor vestigio de un indígena. Tampoco lo hay de campesinos a lo largo del ferrocarril.
Es lamentable saber que hay gente que duerme en villorrios marginales, y antes de que amanezca trepan a las carretas para venir al campo con sus azadones y, antes de mediar la tarde, otra vez corren a encaramarse en los carricoches de vuelta “a las afueras de la ciudad”.
Atrás queda la tierra, a las que llaman suya; en realidad tierra de nadie, como los espacios entre los contendientes en una batalla. ¿Acaso no se trata de otro genocidio como el cometido por los conquistadores?
Fuera bueno pensar que no, que sólo es un sueño tempestuoso. A la vista existe tanta desolación, tanta miseria humana más que material, que sólo puede pensarse en un crimen de lesa humanidad, ese que destruye las fuerzas productivas que sustentan a una nación, arrancándole la cultura de sus ancestros.