LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -Desde el principio, Daniel Díaz Torres advierte que La película de Ana, filme que dirigió en 2012, está basado en hechos reales. Es verdad que eso siempre impresiona mucho, sobre todo si la historia es impactante o casi increíble, pero también es cierto que en el fondo no significa mucho. Eduardo del Llano, uno de los guionistas, escribió una vez en su blog que “los hechos no demuestran nada”, que “lo que en todo caso demuestra algo es la selección que hacemos de ellos”.
Si se trata de una película de ficción, el recurso es idéntico al de tantas novelas que comienzan asegurando que lo que relatan es real, e incluso que se trata de un escrito que alguien le entregó al novelista. Son maneras que tiene el que narra para inducir verosimilitud en lo narrado. El problema siempre será más difícil que afirmar que la historia sea verdadera, porque nada quita que pueda ser fantástica, sino lograr que sea verosímil, artísticamente legítima.
Y creo que es oportuno hablar de esto, porque, además, estamos hablando de una comedia, que no otra cosa parece ser en esencia La película de Ana. Daniel Díaz Torres tiene en su filmografía –Alicia en el pueblo de Maravillas (1990), Kleines Tropicana (1997), Hacerse el sueco (2000), Lisanka (2009)- varias producciones que entran en ese género, o que lo bordean. De ahí quizás una de las razones de la frecuente colaboración de Eduardo del Llano en el guión.
Como sabemos, la comedia hace humor con situaciones, tipos y costumbres, y en Cuba, por esa maldición del choteo por todas partes, la comedia ha sido un género bastante privilegiado en toda la historia de su cine, aunque siempre con esa tendencia repetitiva típica de la comedia latinoamericana. En nuestro cine, sin embargo, sobre todo en los últimos decenios, este género se ha vuelto muy previsible, a pesar de algunos ejemplos que intentan ir un poco más allá.
La película de Ana intenta hacerlo. Cuenta con una buena historia de base -dejando aparte que haya partido de hechos reales- y teje sobre ella un guion que en general funciona bien para los fines de la película. Y el problema está, me parece, cuando intentamos pedir propósitos que los realizadores nunca tuvieron en su concepto de la película.
Todo comienza por el deseo de que, para que no sea su cuñado venido de Miami quien lo haga, Ana, actriz de mediocres programas de televisión, compra un refrigerador nuevo metiéndose en la realización de una película falsamente testimonial, donde hace de una prostituta en el ocaso de su carrera, cuya producción paga una pequeña compañía europea. Ese papel resultará el mejor en la carrera de Ana y remueve de arriba abajo su vida.
Nos guste o no, el filme, como tantas comedias cubanas, incluyendo algunas de este director, utiliza una fórmula que resulta utilitaria a la hora de montar una historia que se desarrolle en la Cuba de los últimos veinte años: realismo más o menos sucio al que se le suman sexo y comentarios políticos críticos. Por supuesto, una fórmula es un recurso válido para concebir un relato (de hecho es casi un recurso imprescindible), y nadie discute que se pueda incluso hacer una película aceptable con pocos recursos aparte de mucho cuerpo excitante y abundantes chistes sobre lo jodido de nuestro socialismo real.
Que La película de Ana quiso ir un poco más allá no se nota solo en el relato general, las buenas actuaciones (Laura de la Uz, Yuliet Cruz, Tomás Cao, Paula Alí, Yerlin Pérez, Rodolfo Faxas), la fotografía de Raúl Pérez Ureta y la música de Lucía Huergo -cosas que en general hallamos en las películas de este director-, sino también en varios momentos verdaderamente notables por la dramaturgia e incluso por su significado “trascendente” y hasta por el simbolismo.
Que La película de Ana en su significado más profundo no fue más allá de los límites normales para una aceptable cinta cubana no se ve solo en la concepción trillada de muchos personajes (¡ah, el sempiterno e irreductible cubaneo como cota máxima!) y de varios conflictos, en algunas escenas que pudieron ser más elaboradas y en el lamentable desaprovechamiento de una historia que, sin lugar a dudas, daba para mejor, sino también en que el criterio mismo de esta comedia es frívolo.
Son comprensibles opiniones como las del periodista Luis Cino que, en este mismo sitio, dijo que “como en otras muestras de la más reciente cinematografía cubana, uno no sabe si deprimirse, abochornarse o seguir la rutina de volver a reírnos de nuestras vicisitudes y el modo en que las afrontamos”, y luego se preguntaba: “¿Y qué queda de nuestra vergüenza y dignidad? Porque bastante malparados como pueblo quedamos en esto de sobreactuar constantemente el papel de víctimas”.
Pero recordemos que, en palabras del propio Del Llano, de los hechos, “lo que en todo caso demuestra algo es la selección que hacemos de ellos”. Y lo que vemos en la película es lo que los realizadores seleccionaron de entre los hechos. Además, los escogieron según la fórmula referida y, para colmo, uno quisiera que hubieran sacado de ellos más y mejor jugo. Pero es que también ellos mismos escogieron no hacerlo y llegar solamente hasta dónde llegaron: hacer otra comedia donde, como buenos cubanos, nos burlamos de nosotros mismos. De ahí que el resultado último me parezca frívolo, quizás porque la comedia casi siempre tiende a la frivolidad. Pero tampoco se puede pedir tanto, porque eso es lo que hay. ¿No?