LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -Alguna vez dijo o escribió el Che Guevara que cuando lo extraordinario se convierte en cotidiano, es señal de que estamos ante una revolución. Yo lo dudo. En todo caso, habría que ver a qué tipo de hecho extraordinario se refería.
Porque cuando se trata de la vida corriente de un país, convertir lo extraordinario en cotidiano también puede resultar muy reaccionario. Implica invalidar en forma indiscriminada ciertos adelantos que son propios de la civilización. Violenta la naturaleza, tanto de las personas como del entorno, y aun la de sus medios para el desarrollo. Por si fuera poco, exacerba la parálisis y empuja hacia una consecuente desorientación existencial, por el desmontaje de hábitos y tradiciones, así como de estructuras o incluso de instituciones que no cayeron del cielo, sino que son fruto de múltiples alumbramientos de la historia.
Nada suele ser tomado por excesivo y caótico dentro de un medio en que todo lo es. Y ahí precisamente es donde se torna reaccionario aquel adagio guevarista.
No en balde más de uno entre los grandes pensadores contemporáneos nos advierte que la verdadera actitud revolucionaria, hoy por hoy, no consiste en revolverlo todo a tontas y locas, sino en conservar virtudes que permitan evitar, o postergar al menos, la extinción de la especie. Tampoco es que sea así porque lo dicen ellos, sino porque ha sido suficientemente acreditado por la experiencia.
Nuestra identidad –igual lo advierte un sesudo- es nuestra forma de ver y conocer el mundo, es lo que nos capacita para entendernos a nosotros mismos, y, claro, para respetarnos y amarnos, lo que es decir para enseñarnos a progresar.
Si es así, y es así, no podría afirmarse que sea revolucionario un proceso que de la noche a la mañana cambie a la brava los signos básicos de nuestra identidad.
Cuba es un ejemplo. No el único, ni quizá el mayor, pero sí el más reverberante en este minuto: Una mañana, más de cincuenta años atrás, lo extraordinario empezó a convertirse aquí en cotidiano, siempre in crescendo, siempre para mal, mediante una deriva de vértigo que no se ha detenido un solo día. Y ocurre que ahora nos convocan a virar la tortilla: esencialmente, debemos rescatar, pero aún negándola, lo que fue nuestra cotidianidad hace medio siglo. Si no se trata del capítulo más reaccionario de toda nuestra historia, que baje Dios y me desmienta.
Reconozcamos, aunque sea, que es un episodio protagonizado por locos totales: locos ellos, locos nosotros. Y donde los únicos cuerdos parecen haber sido los considerados formalmente locos, y, alguna que otra vez, las lúcidas mujeres.
Recuerdo que en plena efervescencia (digamos) revolucionaria de los años setenta, presencié un intercambió revelador -al menos para mí, que era entonces muy joven- entre un miembro de la Policía Nacional Revolucionaria y aquella proverbial loca callejera a la que todos conocíamos en La Habana como La China.
Estaba ella bailando y desgranando sus acostumbrados chistes de doble filo, en una parada de la guagua, en el Vedado, cuando el policía susurró entre el público: “Ahí donde ustedes la ven, era muy rica. Su familia era dueña de una de las tiendas más famosas y prósperas de La Habana, La Casa de los Tres Kilos. Lo que nadie sabe es dónde ella metió su dinero”.
Parecía imposible que La China pudiese haber escuchado aquel comentario, entregada tan enteramente como estaba a su fiesta y a su jodedera. Pero de improviso, se detuvo en seco, y volviéndose hacia el policía, le dijo: “¿Cómo es eso que tú no sabes dónde está mi dinero? Tienes que saberlo, porque ustedes fueron quienes me lo robaron. A no ser que sean unos magos tan malos que desaparecen las cosas y luego no son capaces de encontrarlas, ni para su propio beneficio”.
Santa palabra. Aquel día quedó dictada sentencia contra lo que, según el Che, es una revolución.
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