LA HABANA, Cuba, diciembre (173.203.82.38) – Con su característico estilo de lanzar la carreta delante de los bueyes, los caciques de Cuba se han propuesto eliminar las fuentes abastecedoras del mercado negro antes de solventar sus dos causas básicas: (a), la incapacidad del mercado formal para dar respuestas a los requerimientos más elementales de la población; (b), el imperativo de supervivencia que impulsa a la gente a robar todo lo que se le ponga a mano, puesto que sus salarios no les alcanzan para vivir.
No es raro entonces, por escandaloso que parezca, que a los cubanos de a pie les preocupe sobremanera esa amenaza que hoy se cierne sobre el mercado negro. Cualquiera que nos observe desde lejos podría ver en ello un síntoma de vocación delictiva, que más allá del hecho, ha invadido la conciencia del pueblo. Es lo que suelen hacer quienes nos observan desde lejos: no ver más allá de lo aparente. Pero la razón de nuestras sinrazones es mucho más compleja.
Siempre hubo pobres en la Isla. Siempre fueron muchas las personas cuyos ingresos no alcanzaban para satisfacer necesidades de primer orden. También existieron siempre –aunque quizás no en cifras tan alarmantes como las actuales- menesterosos, excluidos, vagos, indigentes, rastrojos sociales. Mas, lo nuevo, lo que no tiene antecedentes en la historia de la familia cubana, es esta opción por el delito que hoy nos marca como norma común de comportamiento.
“Pobres pero honrados”. Podría decirse que sobre este lema fue fundada nuestra nacionalidad, al menos en lo que respecta a los pobres. Ni en los más hambreados años de la dictadura de Gerardo Machado, ni en los días más convulsos y crueles de Batista la gente humilde de esta isla delinquió en masa como lo hace ahora. Es que ni siquiera en los tiempos perversos del dominio colonial.
La corrupción, la falta de decencia como práctica generalizada y sistemática eran cotos casi exclusivos de los políticos, de los magnates mafiosos, pero al hogar humilde de Cuba jamás podía llegar alguien con un producto robado entre las manos sin que se le exigieran las correspondientes explicaciones y el reparo.
¿Qué ha sucedido entonces? ¿En qué momento, cómo empezamos a torcer aquella tradición tan arraigada? Y no sólo aquella, pues junto a este raro compadreo con el delito, actualmente nos aplastan también la desunión de las familias, la desconfianza mutua, la incomunicación y hasta el odio entre amigos, parientes y vecinos, la agresividad y la delación como métodos para ventilar desacuerdos. ¿Cómo es posible que nos haya cambiado el carácter de una forma tan radical? ¿Es que acaso estamos involucionando como especie?
Ya quedó claro que el desaguisado es obra de esto que llaman “la revolución”. Pero ¿cómo entender que una revolución que, según todas las consignas, se hizo para los humildes, termine arrasando con lo único valioso que puede poseer un hombre humilde o un hombre cualquiera: sus valores espirituales y morales?
Escarbar en el nervio de tal interrogante es lo único provechoso que les quedaría hacer en los pretendidos debates del Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba. Pero no lo harán. Porque primero necesitan reconocer la existencia del descalabro, y luego, decidirse a estudiar sin prejuicios y, claro, sin soberbia, sus reales orígenes, sus causas, que no están, como pretenden, en el bloqueo ni en la crisis internacional, sino dentro de sus obstruidos cascos cerebrales.
Que busquen mucho más adentro, ellos sabrán dónde, ya que deben conocer justo el punto en que empezaron a ser desmontadas y reformuladas a capricho dictatorial, en la dirección del dedo que dispuso según batían los vientos, todas las estructuras económicas y sociales, las costumbres, las tradiciones, la cultura, las buenas maneras que distinguieron desde siempre al cubano como un ser honrado, trabajador, hacendoso, apegado a la familia y comedido ante la ley.
La razón que no tiene conciencia de sus propios límites es una débil razón, nos advirtió Pascal.
Ese debiera ser el lema de la convocatoria al congreso del Partido Comunista de Cuba.
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