LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Dicen que el periodismo es el relato de la vida de los otros, y que un periodista es una especie de profeta que mira de lejos las acciones de los hombres, y las pondera de acuerdo a la justicia divina, en apego absoluto a la verdad; o es como un narrador deportivo, que traduce a palabras los sucesos que ocurren en el juego de la vida. Pero el periodista es también parte de la sociedad, y la imparcialidad es un mito, una asíntota, que tiende infinitamente a la objetividad, y no existe ni siquiera en la ciencia. Desde que un periodista elige un tema ya está siendo parte de él, está siendo parcial. Un periodista no queda jamás suspendido como el asno de Buridán. Por eso, voy a contar esta pequeña historia.
Ocho días estuve sin bombear agua en mi casa, viviendo de las reservas que tenía en los dos tanques de mi azotea. Tres días antes estuve llamando a un mecánico, pero nunca apareció. Al octavo día, sabiendo que estaba en el límite de la sequía, fui a ver a una vecina. Busqué en las nuevas Páginas Amarillas, y cuando llamé al primer teléfono del apartado “Bombas”, me convencí de que sería inútil proseguir. Una mujer me dijo que esa firma sólo les prestaba servicios a otras empresas del Estado, y a hoteles, tiendas, embajadas. En el apartado “Motores, Talleres de enrollar”, sólo aparecía el teléfono de una empresa, ubicada en la Habana Vieja, o sea, al otro lado de la ciudad. Además, yo no estaba seguro de que el problema de mi motor fuese de enrollado. Mi vecina me sugirió que hablara con otro vecino. Fui a su casa, y éste me recomendó que buscase a un mecánico joven, que anteriormente le había arreglado su motor. El taller estaba a menos de un kilómetro de distancia.
Llegué al taller, conocí al mecánico, y le expliqué la urgencia de mi situación. A pesar de que cuando lo vi, y me lo presentaron, estaba sentado descansando sobre un sofá, me explicó que ese día estaba muy ocupado, pero cuando le dije que venía de parte de mi vecino, sonrió, y acordó en que iría por mi casa en la segunda media hora posterior a ese momento. (Eso me confirmó la tesis de un amigo mío, que asegura que en Cuba, para resolver un problema, hacen falta dos cosas: dinero y conexiones, y una es tan importante como la otra.) Tardó más de lo esperado. Fui a buscarlo, y cuando regresó al taller, me dijo que había ido a mi dirección, y me anunció que iría en los próximos quince minutos. En mi casa examinó el motor, lo desmontó, aduciendo que no podría arreglarlo allí, y se lo llevó al taller.
El taller de reparación de motores de agua había sido un taller privado de mecánica automotriz antes de 1959. Tuvo una gasolinera en la esquina, que apenas puede imaginarse al ver la explanada de hormigón que actualmente sirve como parqueo. De las antiguas plantas de fregado y engrase, solamente queda el recuerdo. En la recepción, casi todo era de color carmelita, en tonos claros y oscuros. Tanto el sofá, la silla, el buró y la consola, eran muebles viejos y rotos, y en las paredes colgaban, de un lado, un afiche con los retratos de Fidel y Raúl, y al frente, carteles de tema sindical y un reloj eléctrico, que todavía funcionaba. Los salones interiores y las naves estaban por el estilo. Todo parecía en un estado de semi-abandono, y era una mezcla de casa de vecindad, nave del puerto y escenario teatral, con una estética de los años ochenta.
Esperé sentado en la recepción mientras el mecánico reparaba el motor. Me llamó, después de un rato, para informarme que generalmente la máquina, cuando no bombea el agua, tiene rota una de dos piezas: el sello, que costaba 10 CUC, o el empelente, que costaba 25. Afortunadamente para mí, la pieza defectuosa era el sello. Y cuando le pregunté cuánto valía la unidad entera, su respuesta fue 100 CUC. Por esa vía, creo que con tres o cuatro piezas más, el resto del motor me habría salido gratis.
Terminó. Fue a mi casa en bicicleta, y volvió a montar el equipo. Le pagué, 10 por el sello, y 3 por sus servicios. Adujo que era un precio barato, y no podía cobrar menos porque la pieza tenía que comprarla. Se quejaba –o fingía quejarse– de que a menudo no tenían piezas en el taller para arreglar los motores de agua de las empresas estatales, pero que “los particulares” (vendedores minoristas) siempre las tenían; que él no sabía de dónde las sacaban, si las importaban, o las robaban, pero siempre las tenían. En total, 13 CUC, que comprados al Estado serían 325 pesos. Exactamente, el sueldo mensual de mi primer trabajo, que estuve cobrando durante dos años.
Todo salió bien, fue rápido y pude llenar los tanques en la última hora de surtido de agua. A pesar de la satisfacción, siempre queda el fantasma de las sospechas, ¿me habrá puesto un sello nuevo?, ¿no me habrá cambiado piezas nuevas por otras viejas? Pero no tenía opción. Tenía que confiar, en él y en Dios. ¿Pues dónde están los talleres que le prestan servicios a la población? El privado, un sueño; el estatal, una ilusión –a menos que sea para un trabajo “por la izquierda”.
Hasta aquí la anécdota. Ahora, unas pinceladas de humor. En la pared de los carteles sindicales había uno que decía, literalmente: “Cada medida de Seguridad y Protección Física, es una medida contra el Sabotaje y el Diversionismo Económico”. Al parecer, las mayúsculas daba a los sustantivos una apariencia de categoría filosófica, o jurídica. ¿Pero qué significa esto? Yo hubiera esperado algo así: “Cada medida de seguridad y protección física protege la vida de los trabajadores, y los bienes de la empresa.” Pero hablar de “Sabotaje”, en un país en el que no han explotado bombas por casi quince años, y atentados como el de la tienda El Encanto no ocurren desde hace décadas, es un vano afán por seguir proyectando en nuestras mentes el retablo gigante de sombras chinescas del Enemigo, y seguir atizando el miedo y la paranoia.
¿Y qué significa el “diversionismo económico”? Yo creía que sólo existía el “diversionismo ideológico”. Fue una sorpresa, como encontrarse un viejo muñecón en un almacén que guarda los trastos de carnavales antiguos. Según la ideología comunista, que rinde culto al hombre de hierro, y a la tensa marcialidad del revolucionario, la diversión era un signo de “flojera” y decadencia moral, propia de la burguesía, y su categoría doctrinal, “el diversionismo”, era –al mismo tiempo– un delito y un pecado de herejía.
Pero subsiste la pregunta, ¿cómo interpretar esa abstrusa noción de “diversionismo económico”, a horcajadas entre un desliz de la probidad, y una figura delictiva? Creo que, sensu stricto, debe aludir al soborno y la corrupción. Pero estos clichés lingüísticos son formas denigrativas de referirse a los derechos humanos. El “diversionismo ideológico” muestra la libertad de pensamiento como una perversión, y el “diversionismo económico” estigmatiza el deseo natural de tener propiedad privada, e incluso pudiera condenar el anhelo de prosperidad y las libertades económicas. Esas “ilegalidades” no nacen de la codicia de los trabajadores estatales. El motor del diversionismo económico, lo que lo mueve, es la pobreza de los salarios, y también el derecho inalienable de tener una vida digna, con retribuciones justas, y una propiedad cabal.