LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -Como en tiempo de Ramadán para los islamitas, los días previos al sexto congreso del partido comunista han paralizado el curso de la vida habitual en La Habana.
Calles prohibidas para el tráfico común, establecimientos cerrados, escuelas sin clases, afectaciones en el transporte público, mientras que hileras de ómnibus y otros vehículos gastan ingentes cantidades de combustible en el traslado de cientos de miles de soldados y civiles que han estado ensayando para la realización del gran desfile en la Plaza de la Revolución…
La circunstancia se ha pintado sola para ratificar el carácter extemporáneamente militarista y el talante amenazador de la dictadura. Hemos comprobado otra vez que en la capital hay más policías (tanto en uniforme como de paisano) que perros callejeros o mujeres lindas y baches por metro cuadrado.
Vuelven a relucir los viejos métodos coercitivos en los centros laborales: si no vas al desfile te descuento el día de trabajo. Y muestra nuevamente su triste jeta el clima de silencio tenso y de simulada resignación por parte de la gente de a pie.
Los burócratas, claro, no podían dejar pasar su chance. Ante cualquier gestión de servicios públicos que intentaras realizar en vísperas del sagrado acontecimiento, recibirías siempre la misma respuesta: “no hay respuesta hasta después del congreso”.
Lo demás ha sido lo de menos, es decir, lo acostumbrado: mucho ruido y pocas nueces.
Resulta paradójica la expectativa que este sexto congreso del partido comunista parece haber despertado en algunos medios de información del exterior. Sobre todo si se tiene en cuenta la poca importancia que le ha concedido el pueblo cubano. Algo que no sería difícil constatar, en modo alguno.
Somos como los ovejeros que se muestran indiferentes ante el anuncio de la cercanía del lobo. No porque no le tengamos miedo, sino porque prevemos que el anuncio sea exagerado. Venga el lobo o no venga, nada nuevo sufriremos que no hayamos sufrido ya. Y menos hoy, sabedores de que el lobo, viejo, desdentado y achacoso, no dispone más que de sus rugidos para tratar de asustarnos.
Miedo, en todo caso, tendrían que sentir ellos. Pues tal vez no haya amenaza mayor, aunque no rujan, que nuestro silencio tenso y nuestra simulada resignación.
Porque, nadie lo dude, no existen los pueblos perennemente asustados o perennemente conservadores. Existen las oportunidades históricas. Y no están escritas.
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