GUANTÁNAMO, Cuba, abril, www.cubanet.otg -En un artículo publicado el pasado 28 de marzo, Fernando Ravsberg, corresponsal en Cuba de BBC Mundo, cuenta que durante un reciente recorrido por la península de Guanahacabibes, al grupo del que formaba parte se le negó la posibilidad de realizar una excursión submarina, porque en él había varios viajeros nacionales y, según una disposición vigente, los cubanos no estamos autorizados a viajar en yate.
De vuelta a La Habana, Ravsberg indagó si existía alguna disposición legal que prohibiera a los cubanos el ejercicio de algo tan normal para cualquier otro ciudadano del mundo, mucho más si es isleño, como nosotros. En la propia Asamblea Nacional del Poder Popular le informaron que dicha disposición no existe.
No voy a continuar relatando el artículo. Lo cierto es que aunque el máximo órgano legislativo cubano no haya dictado ninguna disposición que limite la navegación de los cubanos, la prohibición sí existe en la práctica, incluso se controla y se cumple por las capitanías de puertos de nuestro país.
Este es otro ejemplo de lo mal que andamos en materia de derechos ciudadanos. Y también de la inexistencia de mecanismos que permitan que el ciudadano reclame de forma expedita, y con garantías de obtener justicia, ante dichas violaciones. Se ha subvertido de tal forma la institucionalidad que situaciones como ésta no nos asombran, aunque resulten inconcebibles para los extranjeros.
Recuerdo que cuando se promulgó la Ley No. 48, del 27 de diciembre de 1984, conocida como la primera Ley General de la Vivienda, en ella se autorizaban las compraventas de viviendas entre particulares, pero, apenas dos años después, Fidel Castro dijo públicamente que la vivienda no podía convertirse en un bien lucrativo. Y casi de inmediato el Instituto Nacional de la Vivienda dictó una resolución mediante la cual quedaban prohibidas las compraventas.
Es decir, mediante una resolución de un instituto del Estado, se impidió el ejercicio de un artículo vigente en una ley dictada por el máximo órgano de gobierno del país, el cual, según el artículo 69, de la Constitución de la República, es el órgano supremo de poder del Estado.
Otro caso: en Cuba no existe ninguna norma que prohíba que usted tome una fotografía o grabe un video a un policía que está golpeando a otro ciudadano. Sin embargo, si lo hace, basta para que a usted lo detengan, lo lleven preso, le decomisen la cámara o el teléfono móvil, y aun para que sea juzgado por los tribunales.
Otra situación: la Ley de Procedimiento Penal establece claramente los términos para la instrucción de expedientes acusatorios en contra de los ciudadanos, pero ahora se ha hecho casi una norma enviar a los disidentes a prisión y hacer que pasen en ella hasta un año, sin que se les celebre juicio. Luego, ponen en libertad a la persona y no pasa absolutamente nada.
También es común que un ciudadano reciba una golpiza por parte de algún agente policial y, cuando formula la denuncia ante la Fiscalía Militar, de inmediato conoce que el agente ya lo acusó a él por la supuesta comisión de un delito de Atentado o Desacato. La mayoría de las veces quien termina en la cárcel es el ciudadano. Y en el mejor de los casos, ambas acusaciones resultan archivadas.
Todo lo anterior demuestra que nuestra realidad es única e irrepetible dentro del mundo occidental. Como la mayoría de los países latinoamericanos, continuamos con el primitivismo político que consiste en apostar por líderes y no por la institucionalidad. En un país con una institucionalidad fuerte, no hacen falta los líderes de proyecciones mesiánicas ni su prolongación enfermiza en el poder. En tal sentido, los cubanos continuamos viviendo un realismo esperpéntico.