LA HABANA, Cuba, septiembre, 173.203.82.38 -Es un extraño y simple dibujo que generalmente no miramos, pero cuya presencia a veces nos sorprende en un lugar que pudiera parecer a primera vista poco conveniente. Casi todos sabemos qué significa ese cuadrado, siempre en un plano vertical, en ocasiones con una X o un círculo dentro; nunca dudamos de quién lo ha grabado, casi siempre sobre muros y paredes, lo mismo al borde de una tumultuosa avenida que en el oscuro fondo de un solar yermo, que en el mínimo espacio entre dos edificios o en medio de un pasillo apenas transitable, e incluso en una columna de un viejo garaje o de un portal desvencijado.
Para estamparlo —tanta es la prisa—, basta una crayola, un pedazo cualquiera de yeso o de alquitrán, y aun los más apurados llegan a usar excremento de perro si no tienen otro recurso a mano. Pues de eso se trata exactamente: de la premura. Los hay que se conforman con tomar el primer trozo de vidrio o la primera piedra afilada que encuentren y entonces rayan, sobre la superficie escogida, esa forma básica del espacio, el cuadrado, símbolo por excelencia de lo terreno.
No hay tiempo que perder para labor tan urgente, acaso la más importante del día. El juego. Ese cuadrado que tanta emoción concentra es el home para un béisbol callejero, ferviente y frugal como ninguno: dos, cuatro muchachos, llegan y graban con una arista de yeso el mágico signo, y sus cuatro líneas afirman un orden repentino que niega todo lo demás: hacia su centro debe ir la pelota improvisada con cualquier material y el bateador, con un palo también primordial, tratará de evitar ese acierto al blanco golpeando la bola hacia el más importante de sus cuatro horizontes: el que tiene ante sí. Y cuanto más lejos logre lanzarla, mayor será el logro y mejor será él mismo.
No importa que alrededor de ellos camine sin tregua la gente en uno u otro sentido, ni que transiten por decenas los vehículos (alguno de ellos tendrá que sonar el claxon o frenar ante el chiquillo concentrado solo en capturar una pelota demasiado voladora), porque, sencillamente, el entorno ha desaparecido y ahora la realidad se concentra toda en este desafío donde ambos rivales, por cierto, tienen idénticos propósitos y las mismas posibilidades. Todo depende únicamente de la propia destreza y del empeño que se ponga. Ya no importa cómo fue el juego de ayer ni si habrá otro partido al día siguiente, ni qué dirán en la escuela por la escapada antes de tiempo, ni en la casa por la demora y la mochila sucia.
Quizás ninguno de ellos volverá a sentir nunca —como en este rito público y furtivo a la vez— que asiste a la plena luminosidad del aquí y el ahora que viene desde esa edad imprecisa a la cual llamamos, a falta de mejor nombre, la noche de los tiempos. Puede que luego esos muchachos pasen la vida buscando esta misma revelación en otros menesteres y en ceremonias diversas. Puede que ya nunca vuelvan a encontrarla. O a sospecharla siquiera.
El juego de pelota, tan intrascendente en su apariencia, está saturado de emblemas esenciales y graves por ser vestigio de antiguas liturgias cuya importancia social es imposible desdeñar. Esta ceremonia que, como no está dirigida a nadie, es para todos, revela una alternancia intensa y repetitiva y una alteridad implacable para enfrentar al otro. Porque los dos somos otro, somos el mismo, somos algo más real de lo que a diario somos y, sobre todo, más real de lo que seremos luego. Se busca una jugada más, un batazo mayor, otra carrera sumada, un buen golpe de suerte, un triunfo indudable, un júbilo, un acto inequívoco, un sí irrebatible. Como es uno el riesgo de perder, uno será el éxtasis de la victoria. Pero también, como reminiscencia de antiguas y a veces terribles celebraciones, el juego de pelota es guerra, sacrificio, caos, espionaje, miedo, violencia desbordada, traición, abuso, humana locura.
Y, por supuesto, caricatura también de aquel lado de la política romana ―sí, la Roma Quadrata― que le daba a su pueblo pan y circo. Caricatura, además, porque en ocasiones el poder siente la tentación de dar sólo circo y más circo, quizás por satánica referencia al dicho del Nazareno: No sólo de pan vive el hombre. Pero esto es otra historia. Por el momento el juego se basta a sí mismo. No ocurre ahora, sino en ese presente mítico que, más que en la noche se hallaba en el alba de los tiempos. Y nada puede ser más real que un mito.
Al cabo, terminado el juego, dejamos de ser ese algo más real de lo que ordinariamente somos, y que esperamos volver a ser, aunque luego, con el paso de los años, nos vayamos desrealizando poco a poco mientras nos vamos sintiendo más y más hechos a lo cotidiano, y llegue incluso el momento —inconcebible cuando ocurría la magia del juego— en que pasemos con total indiferencia junto a ese cuadrado y no veamos prodigio alguno en él. Es sólo una cosa de muchachos. Quizás ni lo miremos.