MIAMI, Estados Unidos.- Estaba esperando para hacer la llamada, con la esperanza de que ocurriera un milagro, un gesto de buena voluntad. Finalmente, el viernes, después que un avión lleno de peregrinos de la Arquidiócesis de Miami despegó con destino a La Habana, pude armarme del valor necesario para llamar a mi prima en esa ciudad.
“Prima, estoy tan triste, me da tanta pena, me negaron la entrada”, le expliqué a mi prima Gladys, que tiene unos treinta y tantos años. Fue una conversación dura, que resultó más difícil todavía debido al ruido de la pequeña motocicleta en que iba con su esposo, para asistir a una actividad en la escuela de su hijo.
“Ay prima, yo que estaba contando los días para que conocieras a los niños”, me dijo por su teléfono celular, mientras el ruido del tráfico ahogaba nuestra difícil conversación.
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