SANTA CLARA, Cuba. – A punto de mediodía, un camión cargado con cerveza estira su manguera e inicia el proceso de envasado de una de las pipas dispuestas en plena calle, en las cercanías del Estadio “Augusto César Sandino”, de Santa Clara. Una cuadrilla aguarda desesperada a que comience por fin la venta de la bebida agitando frente al dependiente los pomos cortados a la mitad, galones plásticos y pequeños cubos artesanales. Las palabras soeces se apropian de la fila, que pasa de ser una cola organizada a convertirse en una turba de gente que reclama a gritos que le llenen sus envases.
El espacio colindante con la instalación deportiva ha sido desde los años 80 del siglo pasado uno de los sitios preferidos para organizar las llamadas “fiestas populares” en esta ciudad.
Por toda la avenida se dispersan decenas de puestos de venta que atiborran el ambiente con olores a fritanga, maíz quemado y cebada. En las cercanías del estadio se hallan ubicados los “baños públicos”, consistentes en cuatro horcones cubiertos por un saco de nailon. Ni lo agradable o lo higiénico son adjetivos que puedan atribuirse a estos convites anuales que coinciden con los días previos y posteriores al Día de la Rebeldía Nacional, una efeméride celebrada por el régimen.
Debajo de las almendras se agrupan los concurrentes protegiéndose del vaho y el calor. La banda sonora de esa tarde es un concierto grabado de Los Van Van aunque en algunos negocios particulares se escuchan una y otra vez los éxitos del momento: Hacha y La totaila, de Bebeshito. Par de policías despejan a dos borrachos que habían iniciado una discusión insulsa y una mujer aprovecha para denunciar que a su esposo lo “carterearon” en la cola de la cerveza.
Un vendedor ambulante de rositas de maíz que se presenta como Horacio carga con un saco en el que traslada unos 500 paquetes de esta mercancía y que comercializa a 50 pesos cada uno. “Llevo una semana envasando y no he podido vender mucho”, se lamenta. “La competencia es mucha y los muchachos ya están que prefieren esos pellys picantes que trae la gente del extranjero”.
Más allá, hacia el área del miniparque infantil improvisado se ubican las ofertas más extravagantes y poco usuales en carnavales anteriores: Pringles y Takis a casi 1.000 pesos, vasitos con uvas a 200 y manzanas a 250. “Están caros, pero los padres que pueden les dan el gusto [a sus hijos]. Ya he vendido más de 100 manzanas en la hora que llevo aquí”, confirma una de estas quincalleras. “Aquí se viene a gastar dinero, si no, ni vengas”, espeta con cierta apatía.
Las áreas de carnaval también se dividen entre “los que pueden y los que no”. Muchos santaclareños suelen ahorrar durante meses para estas fechas ante las ínfimas posibilidades de recreación que existen en la provincia. “Mis hijos nunca salen a ningún lado y los traje para que al menos tuvieran algo que contar cuando empiece el curso, pero mi salario no me alcanza ni para montarlos en los aparatos eléctricos”, explica Maritza González, madre divorciada. “Se me aprieta el pecho cada vez que pasan frente a los catres de las chucherías y se quedan mirando”.
Cada vuelta en un carrusel, en los llamados “sacatripas” o 10 minutos de saltos en el castillo inflable operado por particulares cuesta 50 pesos, al igual que los paseos a caballos. “Parece mucho, pero con ese dinero ya no se compra nada”, se justifica uno de estos cuentapropistas que duerme allí mismo sobre una colchoneta para aprovechar “la coyuntura”. “De aquí no me voy hasta que haga el dinero para los 15 de mi hija”, dice.
Otra vendedora de panes con jamón coincide en que los carnavales “son para hacer dinero”, pero se queja de que le cobran la estancia en el lugar a 450 pesos diarios más el pago de la electricidad que utilizan. “Estos transformadores no han aguantado la demanda y se ha ido la corriente muchas veces. Ayer hubo niños con ataques de pánico porque se quedaron trancados en los castillos de goma que empezaron a desinflarse”.
Ante las pocas ofertas de comestibles en las carpas estatales, en las que no falta el aguardiente, el vodka o el ron a granel, los privados han aprovechado el carnaval como una buena plaza para sus negocios. Confluyen allí no solo los vendedores de bebidas frías o alimentos ligeros, también quienes comercializan perfumes, mochilas, gafas y sombreros.
“Esto es una renta, hay que venir con un saco de billetes grandes”, comenta a CubaNet Víctor Aguirre que ha traído a toda su familia desde Hatillo, un pueblo cercano. “Estuve meses engordando una puerca y ya se me ha ido la mitad del dinero en dos días. Para comerte cualquier cosa tienes que morir con los particulares, porque lo que vende el Estado también está bastante caliente”.
Con el sopor de la tarde muchas áreas del carnaval se despejan para dar lugar a otra muchedumbre de personas que prefieren pernoctar allí. También en este horario se disparan las ventas de caldosa confeccionada en plena calle y bocaditos de cerdo asado. Un señor que vende pergas criollas advierte que ya hizo el día: “Los de antes, esos sí eran carnavales. Esto es una candonga”, masculla y se retira.
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