SONORA, México, 13 de diciembre de 2013, www.cubanet.org.- En la obra teatral Asalto a las Guaridas (1976), de Tito Junco, dos hermanos separados por ideología terminan enfrentados, cual modernos Etéocles y Polinices ante la séptima puerta de Tebas, en un tiroteo de la llamada “lucha contra bandidos” del Escambray. Aún con el amor filial que se respira entre ellos en las primeras escenas, al estar en bandos opuestos el final sólo podía reservarnos, en aquella década oficialmente consagrada al realismo socialista, el sacrificio del traidor (el hermano alzado en contra del proceso castrista) y la victoria del miliciano, ensombrecida por el deceso de su hermano mayor, pero honrada por la aureola del deber supremo, ese que ofrece resignación y levanta la moral.
Casi cuarenta años más tarde, la realidad cubana ya no se sostiene en la épica, y los referentes dejaron de ser de vida o muerte, incluso de honor a toda costa, para volverse material de supervivencia en medio de un cóctel sociopolítico donde ya no existen – fuera del discurso oficial – los traidores a la patria. Los exiliados pasaron a ser “emigrados económicos” en el imaginario popular y, por primera vez en mucho tiempo, la disidencia – tanto interna como externa – ha comenzado a exhibir un rostro fresco, culto y hasta satirizador. Los hermanos que cruzan la línea territorial del poder castrista ya no tendrán necesariamente divergencias ideológicas raigales ni acabarán enfrentados en un combate final para decidir la suerte del más puro.
A ellos sólo los definirá la aceptación o negación del miedo como estilo de vida.
Quemados, supervivientes y rayadillos
En el espectro cultural cubano – este enfoque se dirige a los artistas contemporáneos, músicos sobre todo, debido a la obvia proyección social que les tocó -, más que los dos bandos tradicionales de integrados y disidentes, ya puede decirse que existen tres trincheras muy bien definidas en las que la creación hace pulso con la realidad sociopolítica, con independencia del lugar de residencia que hayan escogido, lo mismo si viven en la isla que en el extranjero. Los “quemados” optaron por rebelarse públicamente, por declarar sin cortapisas lo que piensan de la dictadura cubana y asumir las consecuencias de su postura antigubernamental. Al extremo de éstos, los “rayadillos”, que, tal y como hacían aquellos coloniales aliados nacionales al poder de la corona, optan por alinearse al lado del régimen, defenderlo y atacar a los del otro bando en cualquier momento y lugar. En medio quedan los “supervivientes”, aquellos que, aún moralmente identificados con las ansias de cambio y democracia, prefieren mantener un perfil bajo en sus manifestaciones públicas. Muchos viven en Cuba o, después de radicar en el extranjero por años, volvieron y se acotejaron en el raro mercado interno del raulismo.
Estos, los supervivientes, tampoco son uniformes. Entre ellos los hay quienes se autoconservan llevando un discurso crítico distinto en cada orilla, los que cantinflean en ambos lados, toreando las preguntas directas de la prensa, y los que se atreven a colocar sus puntos de vista públicamente, siempre y cuando estos no impacten demasiado fuerte contra los estratos más elevados del poder.
Los más curiosos supervivientes son aquellos que, aún emigrados y libres del compromiso ideológico, se llevaron el miedo en sus equipajes y persisten en la cautela, en expresarse con sigilo en entrevistas y redes sociales. Ellos arrastran el famoso tic nervioso del cubano, aquel de mirar a ambos lados, y verificar el tono bajo de la voz, antes de emitir un juicio político medianamente crítico.
Los ángulos del terror
En cualquier caso, si bien resulta plausible la asunción del riesgo en los quemados, tanto como execrable luce la cobardía de los rayadillos – que no sólo se traduce en apologías al viejo régimen sino que a veces llega al activismo en actos de repudio contra disidentes – la postura de los supervivientes no se sostiene en la inconsecuencia moral, sino en el miedo.
En una sociedad como la cubana, donde el bien y el mal se han ido desgastando al punto de que el ciudadano medio carece de herramientas para medir su propia realidad, donde el gobierno durante décadas sólo dejó una sola posibilidad a sus artistas, la de aplaudir y callar (“con la Revolución todo, contra la Revolución nada”), y donde hoy día, a regañadientes, aparece la opción de disentir – a sabiendas de que el ostracismo será la recompensa -, al creador medio, ese que no aspira a entrometerse con la política, no le va quedando más alternativa que la ambigüedad.
El periodista de canal miamense siempre va a tratar de sonsacar al músico, preguntándole sobre los derechos humanos, sobre las Damas de Blanco y sobre la democracia. Extraerle una declaración incendiaria a un superviviente se ha vuelto patrón en las entrevistas televisivas que dan cobertura al mal llamado “intercambio cultural” Cuba-USA, como toda una escuela retórica se vuelve la capacidad del interpelado para evitar exponer los puntos de vista más radicales, tal y como suele hacerlo en privado. La cámara y el micrófono pueden volverse lucecitas rojas avisando de un Gran Hermano que todo lo ve, que todo lo escucha.
Aún cuando ya no son los años en que por expresarse de manera frontal a la prensa extranjera un Pedro Luis Ferrer caía en desgracia, todavía la sombra del régimen, de sus castigos ejemplares, atemoriza a los artistas. Y no sin razón se vuelven resbalosos ante los cuestionarios – a menudo escasos de tacto – que entrevistadores sedientos de primicia le propinan no bien aterrizan en el aeropuerto de Miami.
El encasillamiento en alguno de estos tres bandos también puede responder a una evolución consecuente con las circunstancias, a un remake más o menos suavizado de Asalto a las Guaridas. Dos hermanos, no de sangre sino de obra, como lo eran originalmente Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, han quedado en sendas divergentes, cuando no enfrentadas, según los beneficios o daños personales que la dictadura provocó en cada cual, a consecuencia de lo que cada quien aprendió de sus efectos. Pablo se quemaba en tanto Silvio se atrincheraba feliz en el escuadrón de rayadillos.
Dos hermanos, no de sangre sino de obra, como Boris Larramendi y Kelvis Ochoa, pueden lucir a estas alturas como diferentes, cuando no opuestos. Ambos excelentes compositores y ejecutantes, pero proyectados publicitariamente hacia zonas políticas distintas, podríamos apostar que sus ideologías personales nunca se volvieron dicotómicas como las de Silvio y Pablo. Hay una probabilidad muy clara de que Boris y Kelvis sigan siendo, hoy día, los mismos Boris y Kelvis que participaron en Habana Oculta y Habana Abierta. La diferencia es que Boris Larramendi, radicado en España, se declaró “quemado”, en tanto Kelvis, habiendo regresado a vivir y trabajar en La Habana, optó por engrosar las filas de los “supervivientes”.
El miedo defendible
Cruzar la línea de lo incendiario, la línea de la verdad personal y su expresión libre, no siempre es una opción viable para el artista cubano actual, así viva adentro o afuera. Es su opción y su prerrogativa mantenerse a flote en un ambiente que desfavorece, cuando no coacciona, a la honestidad y al civismo. Algunos prefirieron quemarse mientras otros, más cautos, preservan sus condiciones estables de vida, esas que también implican libertad de movimiento.
El razonamiento civilizado sobre las posiciones más o menos radicales, en un caldo tan complejo y multiforme como el nuestro, ha de incluir por fuerza y conmiseración, a aquellas cabezas que no atacan ni humillan, que no desfilan ni pisotean al prójimo. La supervivencia en el entorno cubano se volvió cultura desde hace mucho, esquinada por patrones oficiales que no dan respiro a la diferencia.
El silencio a veces puede resultar buen aliado de lo justo, casi tanto como un argumento valiente. Leer entre líneas y respetar a los supervivientes, a la larga, resultaría más útil que repudiarles la decisión personal de despolitizar su discurso.