MIAMI – Le llamaré Álvaro al estudiante de mi historia. Estábamos estudiando los adverbios de modo. Él no terminó la oración con el adverbio tiernamente. Intenté explicarle su significado, pero Álvaro no entendía. Decidí ilustrar mi explicación con estos dos ejemplos:
La actitud con la que tus padres o tus abuelitos te leen un libro de cuentos es tierna. El abrazo con el que te reciben en casa cuando tú regresas del colegio es una expresión de ternura, ¿comprendes?
Nunca nadie en mi casa me ha leído un libro de cuentos y a mí no me dan abrazos, respondió con extrañeza. Álvaro es un niño muy caballeroso, siempre está pendiente de abrirme la puerta, ayudarme con los libros, llevarme a mi escritorio las cosas que voy dejando olvidadas: espejuelos, bolígrafo, la botella de agua.El día del examen volvió a dejar en blanco la redacción con el adverbio tiernamente.
Irene Cristóbal, tiene en su clase esta frase: “Enseñar es tocar una vida para siempre”. Leerla una y otra vez, me hacía reparar en la responsabilidad que tenemos los maestros con cada uno de nuestros alumnos; automáticamente venía a mi memoria el comentario de un viejecito sacerdote y profesor de Fidel Castro en el colegio Belén: Ese muchacho siempre me preocupó mucho.
Cuando escuché esto, me dije: Este mensaje es para mí. A partir de ese día cada vez que veo en clases a un estudiante abusar de otro de cualquier manera, mostrar soberbia, orgullo o intolerancia, ahí mismo empiezo mi labor. Yo les cuento a todos mis alumnos la anécdota del sacerdote con complejo de culpa y están advertidos que si en el futuro no se comportan como Dios manda, los voy a ir a buscar a donde estén: la empresa, el bufete de abogados, La Moncloa, la Casa Blanca o el Vaticano. ¡Y no pienso pedir cita previa!
La expresión de la cara de Álvaro cuando me dijo que nunca le habían leído cuentos me dio tanta tristeza que decidí aprovechar cada oportunidad para ser tierna con él. Yo no podía hacer nada por la situación familiar, pero tenía que hacer mi parte. Una tarde, en el patio de la escuela, le dí un abrazo a Álvaro. Una maestra que me observaba, me advirtió: “Mary, estás en Estados Unidos, aquí no se toca al alumno. Yo sé que tú estudiaste en Cuba y que diste clases en España, pero tienes que adaptarte.”
Comprendo que las leyes son necesarias, pero si no usamos el sentido común las consecuencias pueden ser nefastas. Como maestra tengo que vencer un contenido en cada clase, pero sacrifico a conciencia la ortografía y la gramática para aprovechar las situaciones donde pueda presentarles valores a mis alumnos.
¡Cuántos excelentes profesionales vemos que no saben manejar su ira, tratar a sus subordinados con respeto o propiciar un ambiente laboral agradable! De nada nos sirve que la casa responsabilice a la escuela y la escuela a la casa. He escuchado a los ancianos decir con añoranza que el lugar que el educador ocupaba en la sociedad ha ido perdiendo fuerza y no nos tratan con la dignidad de antaño. Reconocidos o no, nuestra influencia es un hecho y lo mejor que le puede pasar a un estudiante es que le toque un maestro con vocación. Yo recuerdo los míos como si me hubieran dado clases ayer.
Hay cosas que no se logran desde la exigencia; un hogar, una escuela, no debe ser nunca un cuartel militar. Si no le presentamos al niño la ternura, la flexibilidad y el amor, ¿cómo van a incluirlos en sus patrones de comportamiento? El niño, más que hacer lo que le exigimos, imita. Démosle entonces buenos ejemplos y podremos ahorrarnos muchas órdenes.
No puedo dejar de imaginar, como hubiese sido la historia de Cuba de los últimos 56 años si los niños que un día fueron Fidel y Raúl hubiesen tenido educadores que los ayudaran a alimentar el ángel que todos llevamos dentro y sobre todo, les hubiesen propiciado la ayuda psicológica que se necesita en casos como éstos. El señor que conoció al viejecito sacerdote profesor de los Castro contaba que lloraba al hablar del tema. Se reprochaba mucho por no haber hecho más, sobre todo por Fidel, que ya desde muy temprano dio muestras de comportamientos erráticos y heridas profundas.
Cuando un niño me abre su corazón y me dice lo que mucho sufre cuando discuten sus padres, cuando su papá se pasa la vida en la oficina y no tiene tiempo de jugar con él, o cuando después que aprendió lo que afecta el tabaco teme que su papi tenga cáncer de tanto fumar, tengo que hacer un esfuerzo para seguir funcionando.
Cuando voy a rezar por Fidel y Raúl, pues los cristianos tenemos el mandato expreso de amar a nuestros enemigos, me los imagino niños y eso me ayuda a sentir compasión por ellos. Yo no tengo ninguna información extra sobre su infancia, pero no hay que ser psicólogo para intuir que tanta crueldad tiene que tener causas muy concretas.
“Mientras más pecador se es, más acceso se tiene a mi misericordia”, son las palabras de Jesús que Santa Faustina recoge en su diario. El Papa Francisco está haciendo todo lo que puede por ayudar a los cubanos. Y es comprensible que en Cuba la gente se ilusione, ¿qué les queda a los que están dentro sino es vivir de esperanza en esperanza?
Los Castro nos han hecho sufrir demasiado y por demasiado tiempo, pero ahora tienen una oportunidad única de hacer algo glorioso. Nadie puede devolverles a sus padres un hijo fusilado, un hijo ahogado, los años de tortura diaria en las cárceles, un exilio obligado sin ver crecer a tus nietos, pero una petición pública de perdón sería un acto digno que el sufriente pueblo cubano y el mundo, se merecen. Arrepentimiento, perdón y la devolución al pueblo de su isla secuestrada: “libertad para los presos politicos, elecciones libres, pluripartidismo”, eso claman los cubanos, que poco a poco vamos reconociendo nuestros derechos, a pesar que muchos nacimos ya sin ellos.
Mi novio americano después de escuchar día tras día todo lo que hemos pasado los cubanos me hizo una pregunta ayer que no se me quita de la cabeza: “Lo que no lo logro entender- me dijo- es ¿Por qué el gobierno cubano no ha querido nunca que su pueblo sea feliz?” De nosotros se decía que éramos un pueblo que no sabía odiar. ¡Que se vuelva a decir de nosotros Dios mío!