MIAMI, Florida. — Érase una vez una isla en medio de la mar, cercana a las costas de la península de la Florida, en el extremo sur de Estados Unidos. Una isla de exuberantes paisajes naturales y un pueblo con metas inconclusas aferrado al sueño de alcanzarlas.
En aquella pequeña isla caribeña habían nacido prodigios en disciplinas tan disímiles como la medicina, el deporte, las ciencias penales, las investigaciones científicas, el arte, la arquitectura y, entre otras muchas más, el derecho, la música, el baile, la filosofía. Resultaba casi imposible explorar un ámbito del saber humano donde no emergiera la figura descollante de un habitante de aquella isla.
Era Cuba, un lagarto verde en medio del océano, cargando sobre si la adversidad de haber llegado tarde a su independencia. En aquella isla ardía la llama de la esperanza, muchas veces debilitada por esporádicos episodios de ruptura constitucional y democrática. Pero aun asi el pueblo resurgía sobre sus cenizas cual flamante ave fénix.
Hasta un día
Ese dia descendió de las montañas un atisbo de esperanza con barbas, collares y uniformes verde oliva. Era el 1 de enero de 1959, la revolución “de los humildes, por los humildes y para los humildes” habia triunfado. Parecía que la estrella solitaria de la bandera seria redimida y la última estrofa del himno nacional — “morir por la Patria es vivir” –, presidiría la voluntad eterna de sacudirse el lodo de la sumisión.
Era una tormenta de júbilo que inundó pueblos y ciudades, arrastrando consigo a un gentío sediento de libertad. Pero las tormentas acaban y el agua va replegándose.
Aquella revolución lo transformó todo. Fue tanto el alcance de su profundidad que los cimientos de la Patria se estremecieron a tal extremo que alguien exclamó: “era necesaria una revolución, pero no tanta…”
¿Estaba preparada la sociedad cubana para aquella abrupta transformación? ¿Era inevitable adoptar un sistema de gobierno autoritario para rescatar a las masas de la opresión? ¿Resultaba ineludible el cambio de una dictadura por otra más totalitaria?
No era necesario. La sociedad cubana no estaba preparada para enfrentar un gobierno totalitario ni lo necesitaba. Cuba demandaba retomar las ideas sembradas por los padres fundadores y hacerlas prosperar. No bastaba solamente con emprender acciones en ciertos sectores sociales despreciando valores como la libertad de expresión, la independencia de los poderes del Estado, las elecciones libres y periódicas, la garantía de inversión al capital nacional, el respeto a la propiedad privada, la libertad de reunión y el derecho a la igualdad más alla de los credos políticos.
El derecho a la educación, a la atención de la salud y a otros beneficios sociales, culturales y económicos son responsabilidades inherentes a cualquier gobierno, sin importar para nada su ideología.
Aquella revolución mostró su desprecio por esos principios y reeditó la infortunada expresión “al pueblo pan y circo” que describe la práctica de un gobierno que para mantener tranquila a la población u ocultar hechos controvertidos provee a las masas alimento y entretenimiento con criterios asistenciales.
El odio
Promover entre las masas un odio irracional hacia otras naciones, incluso hacia sus propios compatriotas por sostener ideas diferentes o incluso particularidades sexuales, resultó una estupidez histórica, como lo fue despojar de sus propiedades a centenares de cubanos acusándolos de explotadores, sin evidencias que sustentaran aquella imputación. Y no solo se les marginó sino que fueron enviados a la cárcel innumerables cubanas y cubanos por expresar criterios irreconciliables con los del régimen y a otros tantos los confinaron en campos de concentración por sus preferencias sexuales. Por eso resulta una comedia el actual coqueteo con el capitalismo y la dudosa vindicación a los homosexuales, asi como la nueva campaña destinada a fomentar valores éticos y cívicos entre los cubanos.
¿Bajo qué argumento se puede culpar al cubano de su comportamiento grosero y violento? ¿A quién acusar, a la cubana que se prostituye o al sistema que no le brinda los recursos para sobrevivir? ¿A quién culpar, al cubano que se apropia indebidamente de un recurso para alimentar a su familia o a un sistema incapaz de ofrecerla una remuneración decorosa? ¿Se puede tildar de mal educado al niño obligado a gritar insultos e incluso mostrar sus genitales a los activistas democráticos o al aparato represivo que lo incita a semejante monstruosidad?
El dogma castrista es bien sencillo: todo anda mal porque el pueblo no ha sido capaz de cooperar, porque no hemos obtenido una respuesta responsable de la sociedad, porque el hombre nuevo que deseamos construir se esfumó bajo la fascinación por los fetiches de la sociedad de consumo. Es decir, acomplejar al ciudadano, hacerle sentir todo el peso de su indefensión frente a una maquinaria propagandística demoledora y un sistema económico obsoleto. Y, de paso, lavarse las manos como Pilatos.
¿Habrá que esperar la celebración XXV Congreso del Partido Comunista de Cuba para que alguien se levante sobre el despojo del castrismo y exija una radical transformación? ¿Se alzará algún dia desde lo profundo de la sociedad cubana un Mijaíl Gorbachov demandando transparencia, apertura y reestructuración?
La decencia y la moral no se rescatan con consignas ni con decretos ni con simulacros de integridad, mucho menos con operativos policiales. La virtud es el único bien que el ser humano no necesita dinero para obtenerla.
La clase gobernante cubana – o mejor dicho: aquellos que desgobiernan a Cuba – tienen que asumir su responsabilidad y no pretender dejar caer sobre los ciudadanos la culpa de sus excesos y sus arbitrariedades. Y deben entender que la conducción de un país se iguala más a la labor de un ajedrecista que a la de un boxeador.