MIAMI, Florida -Desde su designación como heredero de la dinastía, Raúl Castro ha insistido en la necesidad de transformar la economía cubana sin alterar un milímetro la ideología del régimen ni sus postulados filosóficos inspirados en la más pura ortodoxia marxista-leninista-estalinista.
De Raúl se comenta que es un tipo pragmático, familiar, contrario a los discursos, enemigo de la burocracia y, además, buen bebedor de vodka. Pero Raul es, igualmente, un ofuscado seguidor de las ideas entronizadas por su hermano acerca de la historia, la política, la economía y la sociedad durante las pasadas cinco décadas.
El jefe del clan Castro Ruz, Fidel, quien recientemente cumplió ochenta y ocho años, todavía tiene la increíble capacidad de levantar un teléfono y poner a temblar al jerarca más alto de la nomenclatura, incluso a su propio hermano. Y si por motivos de salud no pudiera aferrarse al auricular, requiere a uno de sus ayudantes que escriba una larga “reflexión” en la que pudieran mezclarse una variedad de temas, yendo desde la anatomía hasta una tesis sobre el origen de los plátanos verdes o la inmortalidad de las cucarachas ante un ataque nuclear. Viejo y enclenque el otrora dictador aun inspira temor entre sus súbditos porque su nombre forma parte de la mitología revolucionaria.
Es bueno recordar que Raul está ahí no porque fuese electo en un proceso democrático o porque ostente un talento excepcional. Esta ahí porque la dinastía no puede interrumpirse. Raúl es un militar de ordeno y mando, una prolongación de Fidel. Es ese su único mérito.
Si se analizan en detalles las “medidas” de Raúl advertimos que están destinadas al consumo y no a la producción. Se trata básicamente de crear una quimera con el objetivo de ganarle al tiempo biológico.
Todas las publicitadas “transformaciones” tienen su génesis, tal vez, en el discurso pronunciado por Fidel Castro durante la apertura del IV Congreso del Partido Comunista celebrado en la ciudad de Santiago de Cuba en octubre de 1991.
En aquella ocasión Castro manifestó su preocupación ante el colapso de la Unión Soviética y señaló que “en el pensamiento revolucionario marxista-leninista estaba, incluso, la posibilidad de construcción capitalista bajo la dirección del proletariado”. Es decir, coquetear con el capitalismo, crear un modelo de desarrollo capitalista, permitir la inversión de capital extranjero pero mantener intacta la teoría de partido único sin la más mínima presunción de una apertura hacia la democracia.
El capitalismo, en su más amplio alcance, posee una condición incontestable: la democracia como fundamento y sostén. Donde no hay democracia no habrá jamás capitalismo por mucho que se le disfrace. La libertad económica demanda libertad en otros frentes, separación de poderes, tribunales independientes, libertad de expresión, de asociación y de inversión.
Los escuálidos trazos” liberadores” planteados por Raúl no van a la medula del problema. Se quedan en la superficie. Se trata de crear un “capitalismo leninista” planteado por su hermano hace más de veinte años. Un “capitalismo” de pacotillas, de quincallería, de baratijas. Un socialismo salvaje.
La receta raulista es sencilla: construir una ilusión de desarrollo, de progreso y hacerle creer a los incautos que se deja a un lado la ortodoxia comunista para reemplazarla por un “capitalismo de estado” similar al creado por los chinos.
¿Posee Raúl un sincero deseo de distanciarse del alucinante proyecto glorificado por su hermano? No es probable. Ni él ni ninguno de los ancianos que lo secundan están dispuestos a emprender una transformación profunda en Cuba porque saben que una ventana abierta a la libertad, el más mínimo atisbo de democracia, significaría el fin de la dinastía.
No defienden una idea ni un proyecto, defienden solamente sus privilegios.