TALCA, Chile – Angélica, aunque un poco atrasado, te quiero contar sobre mi abuela Yoya.
La quise mucho, yo creo que tanto como a mi madre. Una persona de carácter fuerte que ponía a correr a mi abuelo cuando en la casa algo dejaba de funcionar.
Fui su único nieto varón y el hijo hombre que le faltó. A mí me trató de gobernar pero al parecer le gané la pelea, pues nunca hubiera querido que me separara de ella. Mi espíritu aventurero me llevó un día a levantar el vuelo y dejar Cuba.
Pero deja que te cuente lo que dejé atrás, además de mi querido terruño:
Mi abuela. Ella quería que me vistiera con la ropa que ella decía, que la novia debía ser de su aceptación y lo típico de una abuela: todo lo malo que yo hacía era culpa al amigo, que era el “mala cabeza”. Cómo la hacía sufrir cuando me perdía debajo de un aguacero con mi bicicleta Niágara, heredada de mis primas que se habían ido a los Estados Unidos. O cuando me dio por las excursiones a la Loma del Capiro, luego de terminar las clases al mediodía, que eran aventuras tipo ‘boyscouts’ a lo cubano.
Recuerdo que me cocinaba los mejores frjoles negros que he comido en mi vida, con sus propias manos y recuerdo que era tan pequeño que me colocaba una lata encima de un taburete para que alcanzara a llegar a la altura de la mesa.
Revivo el susto que pasó cuando cogí mi primera borrachera, con los 10 pesos que me dieron para salir con mi primera amiga, que me dejó plantado esperándola frente al cine Camilo Cienfuegos. Aquel día terminé tomándome una botella de ron al seco con mi amigo Raúl Alfonso, que pasaba por allí y se volvió cómplice de mis penas y mi primer desengaño amoroso. La verdad es que no sé cómo llegué a la casa y sólo recuerdo el bombillo incandescente encima de la cama de mis abuelos y la voz de ella que decía: “¡Viejo se nos ahoga el niño!”
Siempre me esperaba hasta el amanecer, con el catre armado en un rincón de la sala, en el cual dormí durante ocho años, penitencia que cumplía, como un rito.
Por tantas cosas…jamás me olvidaría de mi linda abuela. Al final, por cosas ajenas a mi voluntad, no me pude despedir de ella, de la cual también heredé su espíritu terco gallego y su genio explosivo, como cuando en cierta ocasión le quitaron de la tv la novela brasileña para ponerle un largo y tedioso discurso de ‘barbatruco’ y sacándose el viejo tenis agujereado, por su astronómico juanete, lo tiró a la pantalla del televisor Krim 18 de fabricación rusa y gritó: “¡Mal rayo te parta!”
Mi amiga, todas estas palabras son algo que me salió del alma y quise contártelas, como el día en que te conocí en la casa de La Arena en Chile y se te aguaron los ojos con mis relatos… Ya te conocía de antes, a través de la Radio que mi abuela oía, pero esta vez fue personalmente, cuando te busqué en tu Patria que se ha convertido en la Segunda.