MADRID, España.- Creo que algo que hemos experimentado todos los cubanos que vivimos fuera de Cuba era el incuestionable interés que despertaba la situación de la isla entre todos los que nos rodeaban. Por tanto, no había actividad familiar, laboral o social que no nos situara en la posición de un entrevistado, para dar respuesta a las muchas interrogantes de todos aquellos que querían saber de primera mano “cómo estaban las cosas por allá”.
Muchos se preocupaban por el estado de la población, el drama de la cartilla de racionamiento, los trabajos mal remunerados, la falta de libertades, la represión contra los disidentes y las Damas de Blanco, la dificultad con las viviendas, las vicisitudes en el día a día, la terrible realidad del transporte, la pérdida de valores, el deterioro de las ciudades, sus calles y edificios, la carencia de medicinas y alimentos, el pésimo suministro de agua, los famosos apagones —o alumbrones—; pero la pregunta que nunca faltaba era “¿y cuántos años tiene ya Fidel?”, como dando a entender que una vez que el susodicho se quitara de en medio —y que debería estar al llegarle su momento— se resolverían todos los males que nos aquejaban. Esto, teniendo siempre en cuenta las leyes de la naturaleza, claro está, porque nunca nadie imaginó que sería capaz de dejar la poltrona si no era con los pies por delante.
Pero Fidel iba cumpliendo años cada 13 de agosto, y aunque los cada vez menos numerosos optimistas continuaban confiando en que en cualquier momento se iría para el otro barrio, la mayoría pronosticaba lo contrario, teniendo en cuenta no solo lo saludables que resultan ser los dictadores —mientras más despreciables son más saludables, no sé por qué—, sino también por su conocida fortaleza física, los especiales cuidados dietético-sanitarios a que estaba sometido y, sobre todo, a su genética gallega —y si alguien lo puso en duda debe haberse quedado perplejo con la imagen de su prima de 103 años que fue a rendir homenaje al primo-dictador llevando un ramo de flores a la casa natal del Ángel Castro en Láncara, provincia de Lugo—. Y todo parecía indicar que eran estos últimos los que llevaban razón.
Pero ocurrió lo que nunca nadie imaginó. El invencible comandante, gravemente enfermo, no tuvo otra salida que dejar el bastón de mando a su hermano, claro —porque todo ha de quedar en familia— aunque todo el mundo sabía que seguía dando las órdenes, aunque esta vez desde Punto Cero y enfundado en un nada discreto chándal.
Pasado el impacto inicial de la “sucesión”, comenzaron a aparecer los ingenuos —o ignorantes— que creyeron que a partir de ese momento las cosas iban a ser diferentes. Hablaban de cambios y medidas aperturistas, como si el nuevo mandatario fuese a dar un giro tal a la política del gobierno como para resolver de una vez todos los problemas del país. Muchos cifraron sus esperanzas en el nuevo discurso, y entonces los comentarios que escuchaba eran de lo más optimistas. Fidel estaba tranquilito, apartadito, sin molestar para nada, dedicado a escribir sus “reflexiones”, y Raúl estaba llevando a cabo una verdadera transformación.
Pero creo que poco a poco estos “ingenuos” se iban dando cuenta de que todo continuaba más o menos igual. Retoques cosméticos —como para demostrar que algo estaba cambiando— pero en el fondo nada verdaderamente importante.
A pesar de todo, la gente seguía interesada en conocer la edad de Fidel, pero ya más bien como dato curioso, sin considerar que su presencia continuaba siendo el verdadero obstáculo para la solución del problema cubano.
Posteriormente ocurrió el acercamiento con el gobierno norteamericano y este hecho volvió a levantar los ánimos. Era de esperar entonces que el restablecimiento de relaciones con el eterno enemigo y con el comandante dedicado a la escritura y a recibir a sus fans, las cosas —esta vez sí— iban a cambiar.
Han pasado varios meses desde entonces y se perciben algunos cambios, pero ninguno que tenga que ver con los grandes problemas que sufre la población.
Es cierto que ahora, con el director de la orquesta fuera de juego, el horizonte se despeja. Pero que nadie se lleve a engaño; él era el principal problema, aunque no el único. Quedan todavía muchos escollos que no va a ser fácil remover.
Por lo menos, ahora mis familiares y amigos ya no me preguntarán la edad de Fidel. Algo hemos ganado. Sin embargo, pronto comenzarán a interesarse por la edad de Raúl. Y se me ponen los pelos como escarpias cuando recuerdo la imagen de la prima de Lugo. ¡Qué condena!