LA HABANA, Cuba. – Dicen que las babosas precisan de caracoles y climas húmedos para conseguir la supervivencia, dicen que de entre todas las temperaturas ellas prefieren las que aportan los climas tropicales, y que se les puede ver en bandadas en zonas cálidas, y también en el noroeste del océano Pacífico. Dicen que son plagas y que hacen daño.
Se dicen muchas cosas de esas babosas y de sus “casas caracoles”; y si ahora las menciono es porque he visto a un hombre que me hizo recordar caracoles y babosas. He visto a un hombre que carga cada día con su “casa” a donde quiera que vaya, pero a diferencia de las babosas él no tiene un caracol. El techo de ese hombre es el cielo y nada más.
Su lecho, que también eso precisa el hombre, es una vieja y desvencijada colchoneta rellena de guata que él despliega en las noches sobre un banco del Parque Central de la capital de los cubanos, y muy cerquita del Martí que se levanta sobre su alto pedestal.
El hombre solo tiene un banco del parque, un banco y su desvencijada colchoneta que solo extiende en la altísima noche, cuando el asedio policial se hace menor, pero aun así ha tenido que lidiar con la vileza de los policías que le exigen que se vaya a dormir a otra parte, aun sabiendo que él no tiene “otra parte”.
Y dice el infeliz que dicen mucho más los policías. Dice el hombre sin casa que alguna vez le hizo notar un policía que dormir a la intemperie era “un acto contrarrevolucionario”, “una mala imagen que empañaba la grandeza de la Revolución”.
“¿Qué dirán los turistas? ¿Qué dirán los enemigos de la Revolución?”. “Esa es la preocupación que atormenta a los culpables”, me dijo el hombre, que lloró cuando le pregunté por su familia y no me respondió; solo hizo una señal para que lo acompañara. El hombre quería que viera el vestidor que permitía cierta privacidad a la quinceañera que se cambiaba de ropa para que la fotógrafa apretara el disparador de su cámara fotográfica en el parque más central.
El “pordiosero” señaló el vestidor y dijo que se conformaría con uno así para conseguir algo de intimidad; la fotógrafa y la fotografiada nos miraban con desprecio tras cada intervención del disparador. Una joven engalanada y un pordiosero se volvieron el centro de mi atención, mientras las miradas de los paseantes iban también de la emperifollada quinceañera al pordiosero.
Y fue así que nos convertimos en el universo visual de todos los paseantes que desandaban el parque. Dos mundos muy distantes, dos miradas muy alejadas. La mirada ejerciendo la libertad de enfrentar el bien y también el mal.
La mirada que es sensibilidad, la mirada que puede ser trascendente y que va mucho más allá de lo que es fácilmente visible. La mirada que es emoción, que es un estado de ánimo perceptible. La mirada como un transmisor de emociones. La mirada que pone en evidencia nuestros vínculos con el mundo.
Y la mirada en el más central de los parques habaneros puede volverse peligrosa para el poder, sobre todo si esas miradas nos llevan a juzgar a quien es responsable de que un hombre esté más desprotegido que esa babosa que tiene como protección a un caracol que la guarda y la protege.
La mirada es un acto crucial. La mirada atrapa al hombre desprotegido que carga sobre sus espaldas el colchón que acoge su cuerpo en el desamparo de las noches habaneras. La mirada que es interacción con lo que nos rodea. La mirada, dicen, recoge datos que luego se vuelven impresiones y esclarecen las realidades del entorno, y quizá es por eso que los comunistas se propongan administrar nuestras miradas.
Y poco importa que el infeliz viva y muera tirado en aquel banco del Parque Central, lo importante es que no sea percibida su miseria, la inmundicia del mendicante. La mirada propiciara que sea revelada la verdad, y los comunistas prefieren correr las cortinas. La mirada abre las puertas de la verdad y muestra sus esencias; y eso es contraproducente.
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