LA HABANA, Cuba. — Luego de que por un artículo de Alejandro Ríos aparecido en CubaNet tuve noticias de Bowie: Moonage Dream, no paré hasta conseguir ver el nuevo documental sobre el desaparecido cantante británico David Bowie, realizado por el director Brett Morgen. Y tengo que darle la razón al fraterno colega: el documental, que contiene material inédito y fragmentos de conciertos, pese a ciertas omisiones, lagunas y saltos en la historia, es excelente. Recomiendo a los amantes del rock, de la buena música en general y del cine documental que no se lo pierdan.
Pero debo advertir que mi opinión no es imparcial: soy fanático de Bowie con la pasión de los recién conversos. Me convertí al culto de Bowie hace unos seis años, cuando redescubrí su música. Antes de eso, como le ocurre a muchos, de Bowie me gustaban no más de seis o siete números, los que fueron hits: Rebel, rebel, All the Young Dudes, Space oddity, Heroes, Changes, Young americans, Let’s dance, Fame, Golden years y algún otro más.
En enero de 2016, cuando murió David Bowie, en un texto que publiqué en este mismo diario y con el que pretendí rendirle tributo, dije que de tan camaleónico, innovador y creativo como era Bowie, no podía definir si me gustaba o no su música.
Su forma de cantar, con ese frecuente cambio de octavas y ese vibrato tan singular, y sus composiciones, que iban de lo sofisticado a lo más básico, y que saltaba de un estilo a otro, me desconcertaban y confundían. Pero luego que me dediqué a repasar la obra de Bowie, a escuchar sus discos con atención, cuando vine a ver me había convertido totalmente al culto de sus seguidores.
No obstante, tengo que admitir que algunos de los discos de Bowie me gustan mucho, algunos no los entiendo y otros decididamente no me gustan, como Earthling, de 2007, donde incursionó en la música tecno. Un disco que no puedo digerir, con la excepción de Seven years in Tibet.
Mi disco preferido de Bowie es The rise and fall de Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, de 1972. Es considerado uno de los discos más importantes de la historia del rock. Probablemente sea el disco conceptual por excelencia, solo comparable al Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band de los Beatles.
Bowie demostró que no era una estrella de rock más, sino un genio con aquel álbum abigarrado y delirante, donde se mezclaban la ciencia ficción, el kabuki, el teatro de Bertolt Brecht, el musical de Broadway, el pop-art, la ópera rock, el glam rock, la psicodelia, el catastrofismo, la transgresión, el travestismo y la ambigüedad sexual.
Ziggy Stardust, una especie de híbrido entre el cantante Iggy Pop y la modelo Twiggy, fue el primero de los alter egos que creó Bowie: un andrógino extraterrestre que, convertido en una superestrella de rock al frente de la banda Las Arañas de Marte, anuncia a los terrícolas que faltan solo cinco años para el fin del mundo.
Luego de Ziggy Stardust vendrían Saladdin Sane y The Thin White Duke. Y ya en los glamorosos años 80, en la era de MTV, Bowie nos pondría a bailar al compás de Let’s dance y lo veríamos haciendo espectaculares dúos con Tina Turner, Mick Jagger, y para rematar aquel Under pressure, con Freddy Mercury y Queen.
Blackstar, el disco que hizo ya muy enfermo, a finales de 2015 y que apareció días antes de su muerte, es impresionante, una verdadera obra maestra.
Moonage Daydream viene a sumarse a los documentales que ya existen sobre David Bowie y a la biopic que probablemente habrá pronto. Así, por suerte para sus admiradores, la saga continúa.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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