VILLA CLARA, Cuba.- Sorprende conocer en la biografía de este nonagenario un bagaje sociocultural que satisfaría cualquier comedimiento, y me refiero a las habilidades creativas que no hayan desembocado en la locura. Eugenio Luis Hernández y Hernández ha escrito, interpretado y construido de todo un poco en este mundo.
Su enjuta figura me embarga: ¿cómo fue posible que tuviera una existencia tan afanosa ejerciendo multioficios, al punto de convertirse en artista de su tiempo siendo un hombre minusválido?
Más me asombra verlo —todavía— obstinado con la brocha y el boceto. Cual un Da Vinci tropical y redivivo. Pues Luis padeció, como cualquier cubano, innúmeras dificultades. Entre otras, quedarse sin casa.
Corro a entrevistar (no porque parezca que se acaba quien luce eterno, sino porque el que se apaga casi soy yo) al religioso convencido, agradecido consigo de aquello que lograron construir sus manos deformes; y arribo justo “en víspera de las natividades del señor”, como él las pluraliza, especialmente la muy popular parranda interbarrial, que cada diciembre, tras la prohibición del “comandante azucarero en los 70s”, se inviste de alcurnia. Lo mismo que sucedió este 2018 al ser nombrada, después de tramitados los 36 expedientes oficiales de cada barrio en los 18 municipios pertinentes, “Patrimonio de la Humanidad” por la UNESCO.
Junto a La Tumba Francesa La Caridad de Oriente, ninguna otra manifestación intangible de la cultura cubana ha conseguido el reconocimiento de la oficina parisina.
Volvamos a nuestro viejito perspicaz y sabio, sumidos los 2 a priori en el infaltable caos insular.
Nacido el 15 de noviembre de 1922, en esta Villa, Clara llamada “Blanca”, fue hijo de madre y padre canarios, del puerto de La Cruz, en Tenerife.
Estudió primero música en La Habana. La trompeta fue preferida por sobre los demás instrumentos, de la que devino “virtuoso”, bajo la guía experta de José María Montalbán. Paralelamente se forjó como maestro carpintero, tallador, ebanista y tapicero, en los años duros de financiarse cualquier caro deleite.
Luis perdió la visión de un ojo a consecuencia de una pedrada en plena infancia y, ya adulto, el índice de la mano derecha cortando maderas en la sierra. Pero ninguna pérdida impidió continuar con la tradición heredada de sus ancestros porfiados.
Un tío, llamado Pedro, confeccionaba faroles que empujaban las congas del Barrio La Marina, su favorito, mientras Luis miraba y tomaba nota. Trazaba proyectos con la clarividencia de quien sabría después ejecutarlos.
Durante décadas diseñó y construyó luminosos Trabajos de Plaza para defender a “su corte callejera” del Reparto Puerto Arturo, lugar donde moraba entre pescadores.
Por no parecer fanático de otra cosa que no fuera el arte, colaboró con el “enemigo” (La Loma) en dos ocasiones, cuando pidieron auxilio. Sus cofrades entonces le miraron de reojo y vilipendiaron su fama.
Pero Luis estaba por encima de aquella “deferencia” circunstancial que lo engrandecía ante los ojos del pueblo, soliviantando con “su osadía” cualquier filiación pasajera.
Son muchos los que atestiguan que su ingente labor merecería mejor destino —y difusión; limitadísima hasta hoy en relatos de oficios— que el desguace y la quema una vez concluida la noche fiestera. Aunque extendida a dos, al final siempre lo mismo: despedazamiento y canibaleo de los recursos materiales con que mitigarán sus penurias endógenas los “neosocialistas”.
Pero Luis obvia el cataclismo y lo repite sin tacha: “mi divisa es hacer las cosas bien, hasta el final”, precepto quizás, en esta isla pagana, que resiste a propagarse.
Algunas reproducciones a escala encuentran la mirada pública en La Casa de Las Tradiciones, donde se almacenan vestigios de experiencias plásticas en forma de manufacturas truculentas.
Caibarién fue segunda ciudad en importar de San Juan de los Remedios la anual conmemoración, y como aquel primigenio, atesora el testimonio material e inmaterial de la región.
El artista fue premiado, agasajado, “celebrado” por los dirigentes de la Cultura “revolucionaria” en algunos momentos de su trayectoria, hasta cumplir los 90, pero antes, en “la era sangrienta de las dictaduras”, ganó La Corte Suprema del Arte con su talento a trompetazo limpio, a pesar de ser asmático.
Impartió clases en una Academia de Música particular y en casa instruyó a pintores, fue solista/fundador de Bandas Provinciales y Orquestas indistintas, como la Sinfónica de la cual es el único sobreviviente.
Hace un mes que su onomástico fue ignorado por esos mismos “culturosos” que alguna vez cumplieron con el cronograma glorificador de entes olvidables. Nadie vino a felicitarle, trajo una florecita, un dulce o una tarjeta, ninguna estación de Radio o TV que antaño ganara premios y prestigios con el relato de su historia, llamó para ofrecerle parabienes, desearle salud o mejor vida.
Nada de eso, en realidad, a Luis le importa. Su modestia y satisfacción le impiden guardar rencor por tales “simplezas” —así las nombra—. Pero yo prefiero catalogarlas como lo que son: poses y ruindades.
Si el caserío en el que vivimos se nos desploma irremediablemente mientras ambos conversamos, entenderemos porqué las “fabulosas” ex parrandas este año —despreciando el “título nobiliario” recién concedido— serán las más menesterosas de la historia.