LA HABANA.- Uno de los mejores monólogos de teatro que el público cubano ha podido apreciar en tiempos recientes está cumpliendo su décimo aniversario. La cuarta Lucía, idea original de la actriz Beatriz Viñas, regresó a la sala “Adolfo Llauradó” de la Casona de Línea bajo la dirección de Eduardo Eimil. No se trata solo de un homenaje al paradigma en tres tiempos creado por Humberto Solás para la cinematografía cubana; el proyecto tuvo, en sus inicios, una inspiración más personal.
La cuarta Lucía es una reflexión, llena de comicidad, que Beatriz Viñas construyó a partir de lo que podría considerarse como la experiencia más traumática en la carrera de cualquier actriz: someterse a un casting. Ese momento en que la oportunidad de lograr un papel importante depende de juicios muchas veces superficiales, genera todo un discurso que trasunta las interioridades del mundo de la actuación, y la incidencia de factores externos que hacen mucho más difícil el abrirse camino en un medio donde el criterio de selección se reduce prácticamente a la imagen.
Hace diez años, mientras conversaba con Eimil y miraba las fotos de Raquel Revuelta, Eslinda Núñez y Adela Legrá, Beatriz Viñas (se) preguntó en un soliloquio providencial: “A ver, si hay tres Lucías, ¿por qué yo no puedo ser la cuarta? ¿Cómo sería la cuarta Lucía?”
De aquella interrogante, planteada en un momento tan dramático como negativo para la artista, emergió un monólogo a medio camino entre teatro, performance y documentación audiovisual. Ingrid, la protagonista, es una joven actriz que viaja de Placetas a La Habana en busca de oportunidades. Encarna el alter ego de las principiantes, las desconocidas que deben superar estereotipos y aprender, de la forma menos amable, que a veces no basta con voluntad, talento y trabajo duro.
Sobre las tablas, llevando lo que Alejo Carpentier calificaría como “un baúl-mundo a cuestas”, la nómada y romántica Ingrid perfila distintas versiones de una nueva Lucía, animadas por la poesía de lo contemporáneo. Lucía del barrio marginal, Lucía submarina —o medio asfixiada por las circunstancias—, Lucía la sexy, Lucía la bailarina con discapacidad físico-motora. Lucía nuestra de cada día, agobiada por el peso de no tener un techo sobre su cabeza y, aun así, negándose a renunciar. Lucía la actriz, la mujer cubana que sobrevive en medio de incertidumbre y fatiga perennes, como el resto de sus coterráneos.
El desdoblamiento escénico de Beatriz Viñas fue impresionante, no solo por el cuidadoso dominio de la metamorfosis sino por su capacidad extraordinaria para desplazarse entre lo trágico y lo hilarante con absoluta espontaneidad. Incluso para sortear lo inesperado con la naturalidad y elegancia propias de una actriz consumada.
La joven que hace diez años se aventuró en la capital desde su pueblito de campo hoy es un rostro bien conocido del teatro y la televisión en Cuba. Todavía le quedan sueños por cumplir y roles que interpretar, pero sus Lucías revelan esa sensibilidad que aflora solo en el escenario, en vivo frente a un auditorio, sin la posibilidad del corte y la repetición. Hacer un monólogo constituye un verdadero desafío, y no todos los actores pueden lanzarse a tal empresa sin matar de aburrimiento a los espectadores.
Beatriz Viñas logra que el público la acompañe en sus emociones. Más aún, ha sabido desacralizar, sin ofender —algo muy difícil—, el símbolo inmortalizado por el cine cubano hace sesenta años. La cuarta Lucía es pasional como Raquel, cándida como Eslinda y temperamental como Adela bajo el sol impío de las salinas. Pero es, sobre todo, una nueva Lucía, más cercana en el tiempo y tangible para generaciones que necesitan otros símbolos.