LA HABANA, Cuba.- Más de un año y cinco meses después de su publicación en septiembre de 2015 por la editorial española Anagrama, en la recién concluida Feria del Libro de La Habana, Ediciones Unión presentó Fabián y el caos, la más reciente novela de Pedro Juan Gutiérrez.
Los censores castristas siempre se han mostrado reluctantes con la obra de Pedro Juan Gutiérrez debido al modo descarnado en que se refleja la sociedad cubana en su narrativa. El libro que hace más de 20 años lo hizo internacionalmente famoso, Trilogía sucia de La Habana, aun no se ha publicado en Cuba.
Entre tanto texto de proselitismo politiquero como hubo en la Feria del Libro, Fabián y el caos constituyó una rareza.
Con su trama ubicada en los años 60 y principios de los 70, la novela, que pudiera ser una sub-trama de su anterior libro, El nido de la serpiente —el bildungroman del alter ego del escritor— cuenta la historia de Fabián, un joven pianista homosexual, hijo de españoles “siquitrillados” por el régimen revolucionario.
Tras ser “parametrado”, Fabián es enviado a trabajar a una fábrica de enlatados de carne porcina. Allí coincidirá con un condiscípulo de la primaria, Pedro Juan, un pendenciero súper-macho con el que aparentemente nada tiene en común, pero que será su más fiel amigo hasta su muerte –o su dejarse morir, porque a eso lo llevaron.
A un lector extranjero —especialmente si es de los que aun siguen tercamente obnubilados por la revolución de Fidel Castro— podrá parecerle hiperbolizada esta trama, pero, ¿cuántas historias similares a esta de Fabián no hemos conocido los cubanos de mi generación?
Como en todos los libros de Pedro Juan Gutiérrez —quien suele ser comparado con Bukowsky—, en “Fabián y el caos” priman el sexo desenfrenado, la violencia, los ambientes escatológicos. A veces es brutal. Como cuando sobre las matanzas de puercos en la fábrica de carne enlatada, refiere el autor: “…La peste a excrementos y orina era horrible. Los cadáveres embarrados de sangre y mierda apestosa. Algunos seguían medio vivos, quejándose. Esos recibían otro cabillazo que les rajaba el cráneo ya de un modo definitivo…”
Permítanme citar en extenso esta descripción del comportamiento de los empleados, a los que el autor califica como “dignos descendientes de la horda salvaje en pleno comunismo primitivo”:
“La gente que trabajaba en la enlatadora tenía una vocación muy definida para el caos y la diversión… Hacían todo lo posible por trabajar poco. Y menos que poco. Había muchas mujeres. Jóvenes y de mediana edad. Se empataban con los constructores y se iban al fondo, a los almacenes de rezago. A ese lugar le decían El Templadero. Era un área extensa y apartada, con unos carros de acero y unos tanques donde se tiraban todos los desperdicios, huesos, tripas llenas de excrementos. Todo medio podrido, cubierto por gusanos y ratas enormes. Había un hedor insoportable a pudrición. Los líquidos de la putrefacción cubrían el piso, y había que caminar con cuidado para no resbalar…”
“Pues allí, entre aquellos carritos asqueantes, siempre había gente templando. De pie, claro. Era la única postura posible en medio de aquel lugar tan asqueroso. Las mujeres se inclinaban hacia delante, y los hombres penetrándolas por detrás. Las mujeres gritaban desaforadas. Apresurados. Unos minutos y ya. Después cada uno se iba por su rumbo. Y ya había otras parejas por allí…Muchos hombres pasaban horas y horas paseando, de voyeurs, masturbándose. El intercambio era normal. Se daba por descontado que a los voyeurs les gustaba enseñar sus espléndidos aparatos, y las parejas se calentaban más mirando… Y todos felices…”
En esta novela, más que en otras anteriores, está presente la crítica al sistema.
Sobre los que se iban de Cuba en los llamados Vuelos de la Libertad, recuerda Pedro Juan Gutiérrez: “…Todos habían sido castigados por su decisión de exiliarse en USA. El castigo consistía en retenerles el permiso de salida de emigración por lo menos un par de años y obligarles a trabajar en la agricultura o en la construcción. Un castigo duro y humillante. Al fin un día les daban el permiso de salida y automáticamente perdían sus casas con todo lo que tuvieran dentro… Al hacer la solicitud de salida definitiva del país les hacían un inventario en la casa y al momento de irse, tres o cuatro años después, no podía faltar ni un vaso. Hasta la más pequeña cucharilla. Si tenían un carro, también tenía que estar perfecto, funcionando, y no podía faltar ni un tornillo…”
El escritor pone la siguiente explicación, que es toda una declaración de principios, en boca de un personaje nombrado Warren: “Un artista siempre pertenece a una elite. No somos obreros, no somos robots. Hay que marcar las distancias. Si te ven hundido estás perdido porque te machacarán más. Lo único que quieren es que todos seamos robots. Que todos seamos proletarios. Es muy cómodo para ellos, tener una sociedad uniformada, silenciosa, que nadie proteste, que nadie tenga ideas propias. Por eso crean o intentan crear la ilusión de que son los proletarios los que mandan, que es la mayoría. Esa es una mentira perfecta. Y además, no han tenido que inventar nada. Ya todo está inventado y lo han importado. De Europa del Este y de China. Lenin, Stalin, Mao. Es fácil, lo tienen fácil.”
A Pedro Juan Gutiérrez lo critican por su crudeza, pero precisamente por ello es que lo admiro. No creo que haya otro modo mejor que el realismo sucio, tal y como él lo emplea, para narrar la vida de las últimas cinco décadas en Cuba.
Probablemente ayude a quienes no entienden a este escritor leer el capítulo VII de “El nido de la serpiente” (Ediciones Unión, 2016) donde explica que escribir del modo que le interesa es “un oficio diabólico”: “Hay que sacar afuera la rabia y la locura, pero de un modo natural, que no parezca literatura. Todo tiene que parecer espontáneo. Hay que construir un universo propio y después esconder el andamiaje…”
Pero como Pedro Juan Gutiérrez advierte en ese mismo capítulo, su escritura que no es para agradar y entretener, “nunca haría pasar un buen rato a gente correcta, timorata y aburrida.”
Coincido con él cuando afirma: “El escritor perfecto es un fantasma invisible. Nadie puede verlo pero el tipo escucha y ve todo. Lo más íntimo y lo más secreto de cada persona. Atraviesa paredes y se mete en el cerebro y el alma de los demás. Y después escribe sin miedo. Tiene que arriesgarse. El que no se atreve a llegar hasta el límite no tiene derecho a escribir…”