CAIBARIÉN.- A los dos les conocí en el Mejunje de Silverio, hace la bicoca de los veinte años gardelianos. Venían a batirse en justa lid —al entonces competitivo Festival de Teatro de Pequeño Formato— con una novísima propuesta de posguerras desbordándoseles de la maleta (La que dejó más que contentos o meditabundos a quienes asistieron entusiastas al acto de vaciamiento).
El emporio cultural villaclareño abría entonces sus puertas al teatro experimental de Cuba, transido como estaba de altibajos y oposiciones, y se lucía de cuando en vez con nueva pareja de viejos actores que acumulaba a dúo montones de experiencias sobre un anchuroso currículo dramático.
En este 2018 nos reencontramos en ese mismo Mejunje de nunca acabarse, el que se abre porfiado a los desfiles poco suntuosos, deleites grandes, suspensiones y descalabros nacionales que suelen venir adjuntos, sin exigirles demasiado cuestionamiento ideo-estético ni político a sus creadores. Por allí comienza nuestra afinidad y simpatía.
Esta vez, durante la jornada concluida a finales de enero pasado, trajeron consigo obra menor, la que dejó a algunos seguidores fieles y admiradores críticos, con el deseo contenido de volver a sentir la catarsis previa a flor de manos. (Aunque por cortesía no les faltasen reconocedores aplausos).
Hoy se observa más el añejamiento elemental en la pareja, y menos el cansancio que como ellos, sufren los actores y actrices (mayores, claro) de todo país, los de la añeja escuela actoral que va en declive irremediablemente, porque han resistido demasiado tiempo entre carencias de cualquier tipo. Hasta las ilógicas.
Primero, por el desgaste que ocasiona enfrentarse a ellas, y segundo por la irresolución que oponen a las posibles alternativas salvadoras quienes deberían de ofrecerlas.
Lo preocupante no es el natural desgaste consecuencia de este martiano malvivir, sino el empeño sobrehumano y la fuerza descomunal que se pone —y que se aprecia— en intentar remediar los fallos de la memoria.
Pero algo bueno sucedió en el lejano agosto de 1968 cuando se hicieron miembros activos de las Artes Escénicas en el Santiago de Cuba donde nacieron: provenían de diferentes movimientos de aficionados y profesionales que desde el Conjunto Teatral Oriente —después nombrado Cabildo Teatral— también el Grupo Calibán o de las espontaneidades representativas del sustrato pueblerino; y fue el anidamiento dual del amor: por el teatro y entre sí.
Se habían comido mutuamente con los ojos antes, no obstante la tirria circundante, en febrero, por aquellos días anémicamente celebraticios del traidor patrón de los descorazonados: San Valentín —como todos los demás miembros del santoral contrarrevolucionario (al dorso de los icónicos almanaques)—, al menos a este santurrón no habría que mencionarlo en medio de la campaña más absurda e institucionalizada de la parametración diseñada para que artistas divergentes y librepensadores fueran sometidos a la orden reduc(a)tiva, muy especialmente ensañada contra los ejecutantes del arte de cualquier expresión, por aquello del reaccionario “arrastre buqués” que les endosaron.
Abrumados los cabrones iconoclastas por las iras mundiales desatadas contra los campos de reclutamiento conocidos como las UMAP, que por años se empeñaron en esconder —quienes las crearon justificáronse luego ante el mundo como si no hubiese ocurrido una explosión soterrada tipo Chernóbil, remachada acaso—, y donde fueron a parar muchos de nuestros muy soberanos ciudadanos.
Teatro a Dos Manos surgió como proyecto bipartito en 2002, tras bambalinas, justo en donde relampagueaban luces no eléctricas al mando de una sola, con monocorde oralidad y sobre la desvencijada escena cubana, cuando enflaquecían los aciagos e interminables 90s.
El repertorio iniciático contó con la asesoría de un gran desconocido hasta después de muerto de la dramaturgia nacional: Ramiro Herrero Beatón, quien les dirigió en Dos viejos pánicos. La puesta más exitosa que hasta el momento se haya tenido de la obra antológica de Virgilio Piñera Llera, con par “decaracteres” fabulosos y trasnochados puestos en manos de la mansedumbre.
De entonces a acá, asumen ellos sus incorporeidades perfectas: Tato y Tota. Par de vejestorios cuyas recíprocas senilidades les permiten plantar cara, conmover y chillarles verdades como tambores de guerra al retrógrado, al más pinto y al pazguato.
Dice Nancy que sólo les queda por pisar el Terry de Cienfuegos para haberse subido abrazados a todos los escenarios de la isla. Dice Dagoberto que para el 2018 estarán retomando su obra fetiche en los 35 años del Mejunje, el favorito.
Ella nació en el 40, él en el 50. Por tanto una década singular de entre guerras les separa, pero para demostrarnos que siguen juntos y obstinados en la vida (y en el arte a pesar de conatos de incendio), Gainza y Campos sellaron nuestra conversación en el patio del Mejunje Teatral con un beso apagafuegos.