LA HABANA, Cuba.- Cada 1ro de enero el Ballet Nacional de Cuba ofrece una gala en homenaje al aniversario del Triunfo de la Revolución. En la presentación correspondiente al año que comienza se demostró, una vez más, la pugna perenne de la Prima Ballerina Assoluta con el fallecido Fidel Castro, a ver cuál de los dos consigue más homenajes, sea en vida o postmórtem.
No bastó consagrarle el teatro que los cubanos han conocido como García Lorca desde hace décadas. Para apurar el entierro de la tenue memoria del poeta de Granada, emplazaron una escultura de la celebérrima bailarina, con la firma de José Villa Soberón, creador también de la polémica estatua de John Lennon que descansa cómodamente en un parque de la capital.
Según palabras del artista, el trabajo de modelado se realizó a partir de fotografías proporcionadas por los archivos del Museo Nacional de la Danza. Entre tantas, fueron seleccionadas aquellas que mejor expresaran las cualidades técnicas e histriónicas de Alicia, con miras a un resultado final que se integrara de manera coherente al espacio para el cual fue concebido.
Así, en el lobby principal del impresionante coloso de Prado, se erige la pieza de bronce fundido que inmortaliza a Alicia Alonso en su inolvidable interpretación de Giselle. Ante la crema y nata de ministros, artistas reconocidos y personajillos de la cultura nacional, se materializó uno más de los ya incontables tributos a la fundadora del Ballet Nacional de Cuba.
Otros highlights de la velada fueron el inicio de la temporada de invierno del Ballet Nacional con la obra Don Quijote, en el treinta aniversario del estreno de la versión cubana; y la entrega del Premio Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso” a Miguel Iglesias —director de Danza Contemporánea—, cuya compañía se alzó con el mejor espectáculo de 2016: una versión de Carmina Burana con coro y orquesta sinfónica en vivo, que aún estremece a quienes pudieron apreciarla in situ.
En la primera presentación del año, el ballet Don Quijote fue realzado por una espléndida Annette Delgado en el rol de Kitri, acompañada por el gallardo Yoel Carreño, quien regresó en calidad de bailarín invitado para encarnar a Basilio y recordarnos algo de lo bueno que ha surgido de la Escuela Cubana de Ballet.
Soberbia interpretación por parte de ambos bailarines, remanentes de la que algunos consideran como última generación gloriosa del ballet cubano. Pinceladas de excelencia se han sucedido después; pero de forma esporádica.
El cuerpo de baile continúa sufriendo variaciones de calidad, desde el punto de vista técnico, coreográfico y dramatúrgico, en cada una de sus salidas a escena. En esta lacerante mediocridad radica la poca justificación para continuar rindiendo homenaje a la “máxima líder” del ballet cubano; quien es, lógicamente, la única responsable por la sostenida decadencia de la compañía.
Con crueldad y sorna, un amigo acota: “menos mal que la Prima Ballerina no puede ver, de lo contrario se sentiría desmerecedora de cada homenaje recibido en los últimos veinte años”. Y es que con Alicia Alonso también se impone esa voluntad de ignorar el paso del tiempo y prolongar una permanencia que arruina lo que alguna vez brilló.
No cabe duda de que Alicia fue, en su tiempo, una magnífica intérprete, cuyo significado para la cultura cubana es innegable. Pero su impronta se ha exagerado tanto que ha terminado por eclipsar los nombres de otras intérpretes cubanas que fueron igualmente excelentes. Algunas, incluso, mejores que ella en ciertos roles protagónicos.
De cualquier modo, al Gran Teatro de La Habana le hacía falta una escultura que conectara con su público, y la de Villa Soberón le hace justicia a la Alicia de otros tiempos. Esa bailarina, inmortalizada en delicado gesto, es también un homenaje a tantas primeras figuras que han hecho delirar de admiración a los balletómanos cubanos.