Ángel Leocadio Díaz: “Si yo estuviera activo hoy, no lo pensaría dos veces para quedarme”

"No teníamos conocimiento del béisbol que se jugaba fuera de Cuba porque no se transmitía. Uno pensaba que no se podía. Luego Arocha demostró que sí era posible".
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LA HABANA, Cuba.- Se llama Ángel Leocadio Díaz Rodríguez y muchos de los que vieron la pelota cubana de los setenta y los ochenta lo recuerdan como “el blanco de los espejuelitos”. Ahora tiene 66 años cumplidos, vive en Miami y trabaja en una compañía que se dedica al mantenimiento de aeronaves, pero antes de salir de la Isla en 1999 se había hecho de un nombre grande en el montículo de los Industriales.

Para firmar la carrera que lo inmortalizó, Ángel Leocadio pasó más trabajos que un forro de catre. Resulta que el hombre vivía en un pueblito a dos kilómetros de la carretera y para ir a los partidos tenía que subirse a un caballo, recorrer esa distancia, amarrar a la bestia, coger una guagua que lo dejaba en la Víbora y después otra más para llegar al estadio del Cerro. Al término del choque invertía el recorrido, con la salvedad de que “a veces el caballo se había soltado y tenía que virar a pie”.

Así lo hizo por espacio de unos años. Pero no le pesaba porque entonces (aunque a los ojos de hoy parezca ingenuo y aun absurdo), los cubanos jugaban a la pelota por puro y duro amor al juego. Poco o nada sabían de las Grandes Ligas y de los salarios que aligeraban la existencia. Les bastaba con defender la camiseta, recibir el aplauso de la fanaticada y, con suerte, dar algún viaje al exterior con el equipo nacional.

A lo largo de una docena de campañas nacionales, el derecho alardeó de control, inteligencia y flema. No cargaba dinamita en sus envíos, no era el más vistoso en la rotación de los capitalinos, mas se las ingenió para lograr 112 victorias contra 74 reveses, recetar 23 lechadas y sentar una sólida efectividad de 3.20.

Su gran oportunidad la gozó en 1984, cuando formó parte del team Cuba que intervino en el Campeonato del Mundo de La Habana. Dos años antes había dejado sin hit ni carrera a la escuadra de Holguín, y dos años más tarde estuvo en las filas de aquel Industriales que se impuso con el legendario jonrón de Agustín Marquetti.

Para entonces, por fortuna para él, ya habían quedado atrás los tiempos en que pasaba las de Caín para darles felicidad a las tribunas.

Ángel Leocadio Díaz en el Mundial de La Habana 1984. (Foto: cortesía)

—¿Qué impulsaba a los peloteros de tu época a hacer tantos sacrificios?

—Las condiciones eran mucho más malas que las que existen actualmente en la Serie Nacional. Ahora duermen en hoteles, viajan de día… Nosotros viajábamos cuando se acababan los juegos, dormíamos en los estadios y nos teníamos que bañar con agua fría. Era un gran sacrificio pero nos gustaba lo que hacíamos y tratábamos de darle un buen espectáculo al público que nos ovacionaba y admiraba cuando salíamos a la calle y al terreno.

—Si tuvieras que enumerar las tres armas principales de que dependiste en tu carrera, ¿cuáles serían?

—La primera sería el comando de los lanzamientos; la segunda, la slider; y la tercera, el tiempo de observación que yo tenía sobre los jugadores contrarios cuando no me estaba enfrentando a ellos.

—¿Te cerró alguna puerta el hecho de no haber poseído una recta poderosa?

—Probablemente me haya cerrado algunas puertas, pero no pudiera afirmarlo porque nunca te explicaban por qué no integrabas un equipo o por qué no tenías la posibilidad de representar a Cuba en las filas de un equipo nacional.

—¿Cuál fue tu velocidad máxima?

—No era mucha. 88, 89, 90 millas… Yo era promedio.

—En concreto, ¿de qué equipo Cuba crees que no debieron excluirte?

—Yo debí haber hecho el Cuba de 1981, cuando la Intercontinental de Edmonton. Ese fue el mejor año que tuve en la pelota, pero me dijeron que no tenía experiencia internacional. Y también pude estar en 1985, después de haber integrado la selección nacional el año anterior. Sin embargo, el capricho de un manager ya fallecido me dejó fuera, alegando que yo no era pitcher de equipo Cuba.

—¿Qué modelos imitaste desde el box?

—Imitar como tal, a nadie. Pero sí cogí experiencia y aprendí de “Changa” Mederos, y me gustaba la forma de lanzar de Julio Romero. También saqué enseñanzas de algunos juegos que pude ver a Manuel Hurtado.

¿Hasta dónde te hizo mejor el hecho de formar parte de un gran staff de lanzadores?

—Indudablemente, estar en un buen staff te obliga a mejorar porque si no lo haces bien, no pitcheas ya que hay otro que está esperando su oportunidad para aprovecharla. Entonces eso te hace crecer y ser más competitivo porque independientemente de competir contra el contrario, estás compitiendo de una forma sana contra tus propios compañeros.

—¿Te atreverías a armar un staff de cinco abridores de Industriales en todos los tiempos?

—Cinco serían muy poquitos… Habría que poner a “Changa” Mederos, Lázaro Valle, Orlando “El Duque” Hernández, Arocha, José Modesto Darcourt, Lázaro de la Torre, Pablo Miguel Abreu y seguro que se me queda alguno por ahí.

Junto a René Arocha y Orlando Hernández. (Foto: cortesía)

—¿Crees que el Industriales de tu época debió ganar más campeonatos?

—Creo que sí. Teníamos un pitcheo y un equipo sólido en sentido general. Sin embargo, aquí hay un elemento importante que no se puede pasar por alto, y es que todos los equipos jugaban contra Industriales, incluso cuando no se estaban enfrentando a ellos. Es decir, si estaban jugando contra otro equipo y ese tenía la posibilidad de quedar por encima de Industriales, hacían todo lo posible para garantizar que nos aventajara. Recordemos que entonces se jugaba sin playoff, era un Round Robin y el que terminaba delante era campeón. Ya con playoffs la cosa habría sido distinta.

—Estabas en tu apogeo cuando los tristemente célebres casos de las sanciones por ventas de juegos en 1978 y 1982. ¿Cómo viviste esas experiencias?

—A mí me sorprendió mucho cuando empezaron a decir que algunos jugadores se habían vendido. En aquel momento uno veía muy natural que a alguien se le cayera un fly o que otro hiciera un tiro malo; uno no se daba cuenta de lo que estaba pasando. Yo me vine a enterar por las noticias de que habían sido detenidos varios jugadores y que fueron suspendidos por esa razón. Lo más triste es que algunos de ellos fueron presos injustamente.

—¿Cómo fue debutar contra Armando Capiró y poncharlo?

—Ese es un día inolvidable. El momento en que uno hace realidad sus sueños. No fue fácil enfrentarse a Capiró como novato, pero tuve la ayuda del receptor Lázaro Martínez, quien fue al montículo cuando me trajeron a lanzar y me dijo ‘no te preocupes por el que está bateando, pitchea donde yo te diga y trata de poner la bola donde te ponga la mascota y vas a ver que tenemos buenos resultados’. Por suerte para mí logré poncharlo, y eso fue algo que me motivó enormemente. De ahí en adelante se me facilitó lanzar en la Serie Nacional.

—Completaste casi la mitad de los juegos que abriste. ¿Eres de los que piensan que el brazo se cuida mejor trabajando duro con él?

—No creo que trabajar duro con el brazo y abusar de él lo haga más duradero. Simplemente uno tiene que entrenar fuerte y darle el tiempo de descanso requerido. Casi todos los años que yo lancé lo hice al cuarto día, descansando solamente tres. Pero si yo hubiera descansado como hacen en el béisbol de Grandes Ligas (donde pitchean al quinto día), estoy seguro de que hubiera tenido mejores resultados y menos problemas en mi brazo de lanzar.

—¿Qué te hizo más feliz: dar un no hit-no run o integrar el team Cuba?

—El béisbol es un deporte colectivo y a veces uno no puede pensar mucho en logros individuales. Cuando yo empecé me tracé varias metas y cada vez que cumplía una de ellas me sentía muy feliz. Por ejemplo, me dio mucho orgullo estar en el equipo Cuba. Pero el mejor día que tuve en el béisbol fue la única vez que mi madre, que tenía un problema en la cadera, estuvo en el Latinoamericano para verme. Ese encuentro se lo gané 1×0 a Braudilio Vinent y le dediqué a ella la victoria.

¿Alguna vez te pasó por la cabeza la idea de salir de Cuba en un equipo y no regresar al país?

—En aquel tiempo a casi ninguno de nosotros nos pasaba eso por la cabeza. El primero en hacerlo fue René Arocha y para entonces me había retirado ya. Pero si yo estuviera activo hoy, no lo pensaría pensado dos veces para quedarme, porque de verdad que hubiera sido bonito llegar al béisbol profesional. Nosotros no teníamos conocimiento del béisbol que se jugaba fuera de Cuba porque no se transmitía ningún juego, la información que recibíamos era muy reducida y uno pensaba que no se podía. Luego Arocha demostró que sí era posible.

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