LA HABANA, Cuba.- Un hombre hermoso corre el riesgo de morir demasiado lejos de los suyos, de mí, de muchos. Un hombre hermoso puede estar a punto de sucumbir sin que pueda decirle algunas cosas. Nunca lo busqué y el azar tampoco nos llevó a un encuentro, ni siquiera breve. La casualidad es maniática y casi nunca atiende bien a los deseos que no le son propios. Nunca pude decirle a Ariel Ruiz Urquiola que me parecía un hombre hermoso, que me gustaba su voz y su elocuencia, y su cabeza despejada y sin cabellos, como la mía, pero no hubo casualidad, no hubo encuentros ni conversaciones, ni, por supuesto, despedidas.
Yo sólo lo vi en imágenes de internet, pero supe de ese hombre atado y reclamando un tratamiento justo para su hermana, enferma de cáncer, y luego miré unas terroríficas imágenes en las que era violentado, apabullado y cargado en peso, esa vez en la que a Mariela Castro no le dio la gana de que los gays salieran a la calle a celebrar sus orgullos, un 17 de mayo de esos que inventara ella a conveniencia. Después, o quizá antes, Antonio Rodiles me dio una memoria que guardaba algunas entrevistas; uno de los entrevistados era yo, y otro era Ariel Ruiz Urquiola, quien con su hermana respondía con grandísima elocuencia a las preguntas de Rodiles.
Recuerdo bien cuando salió de la cárcel. Ángel Santiesteban estaba en mi casa y alguien le contó por teléfono que Ariel había salido en libertad. Ángel y yo nos abrazamos, y yo hasta llegué a creer que podría suceder un encuentro real, que con un poco de voluntad y atrevimiento podía darse el tropezón, pero jamás vi a ese muchacho de hablar fluido y manos desatadas, expresivas. Nunca me encontré con ese muchacho rapado y de labios pulposos y de puro blanco los dientes. Nunca tuve un encuentro cercano con el biólogo, con el profesor, con el muchacho.
Y luego volvieron los deseos de abrazarlo, cuando supe que lo habían infectado, alevosamente, con el virus del Sida, pero “no nos vimos nunca”. La perfidia del gobierno cubano, sus trampantojos, lo hicieron decidirse por el exilio para salvar su vida. Y por allá anda todavía, tan visible como si estuviera en Cuba, tan decidido como siempre. Y Ahora está empeñado en una huelga de hambre y sed que no es pereza, que no es holganza, que es intrepidez a pesar de que no debe tener ya muchas fuerzas, a pesar de los encomios, de los aplausos que algunos le dedicamos mientras los malos, esos comunistas cubanos, intentan neutralizarlo con calumnias infinitas.
Ariel Ruiz Urquiola escogió la huelga pacífica, se decidió por el hambre y la inanición frente a la oficina de la ONU en Ginebra. Su huelga no es por inapetencia, no es por un hartazgo de años y años. Su huelga es tan huelga como la de Mella, igual de insana y angustiosa que la de Julio Antonio, como las de Mahatma Ghandi o la del irlandés Bobby Sands, aunque ojalá no tenga el mismo desenlace de esa que emprendiera Sands en 1981 allá en Belfast. Lo terrible es que por acá no se permitirán manifestaciones en apoyo al huelguista.
Yo no puedo pensar en esa idea platónica de que la muerte es solo la separación del alma y del cuerpo. Este país necesita almas y también cuerpos para enfrentar las satrapías del gobierno, como esa ilegalidad que no dejó volver a Omara a su país, como mismo le impidió a otros el regreso. El destierro y la muerte nunca serán un contragolpe, al menos no feliz como tantos creyeron hasta hoy. La muerte no es la decadencia de la vida, la muerte es mucho más que un crepúsculo. Morir, al menos para mí, no es ni siquiera aquello que esgrimió el inteligente Hegel, cuando supuso que solo se moría porque no se conseguía una verdadera adecuación de la vida a lo universal.
Y es que en Cuba se puede morir por la no adecuación al discurso del poder, a las estrategias de ese poder infausto que, en su afán de no desaparecer, es capaz de propiciar salidas y negar entradas, es capaz de encerrar, es capaz de matar. El poder cubano es peor que la neoplasia que podría consumir a Omara, es muchísimo peor que el VIH que padece Ariel, peor que esa inanición que despoja de vida, y no poco a poco, a Ariel Ruiz Urquiola.
Ya no sé cuántas veces escribí hasta hoy de la muerte; lo mismo en la ficción que en algún texto emparentado con este de algún modo, y que podría estar repleto de suposiciones, de hipótesis, y quizá hasta de algunos antojos, como podrán creer algunos lectores, pero no estoy escribiendo de una muerte común, de una de esas que se certifican en una sala de hospital, en un servicio de urgencia, e incluso en la propia casa del enfermo, en su cama de toda la vida y frente al médico de cabecera. La muerte tiene muchas menos novedades que la vida.
Si algo permite establecer diferencias entre la muerte de un individuo y otro son las causas del deceso. La muerte es previa e independiente de la certificación que firma un médico de cabecera, ese que constata el deceso, únicamente después de su concreción, pero la muerte puede ser también anterior al último suspiro, y no depende de enunciaciones y certificados.
En Cuba puede depender de la voluntad, no del médico, y sí de los gendarmes, esos que deciden quien vive, y quien muere. Las muertes de por acá se concretan, independientemente de las cosas naturales. Algunas muertes, quizá muchas, se establecen atendiendo, únicamente, a la voluntad del poder, se concretan fuera de la opinión de los médicos, pero olvidan que si, al decir de Castro, Mella era una bandera alentadora, Ariel Ruiz Urquiola también lo es, y lo será.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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