LA HABANA, Cuba. – ¿Será que Dios decidió olvidarnos? ¿Serán culpables los que muchas veces, negándolo, hicieron reverencias al gobierno comunista? ¿Será que recuerda ÉL aquellos desplantes del gobierno con su iglesia, y voltea luego la cabeza cuando se menciona el nombre de esta isla? ¿Será que su cabeza está muy llena con los apelativos de cada uno de los sacerdotes que fueron expulsados de la isla? ¿Recuerda ÉL, aún, el nombre de sus fieles vejados, preteridos? ¿Acaso volvió a imaginar los templos cerrados y a sus fieles sufriendo humillaciones? ¿Recordó a sus hijos en las UMAP y alejados también de las universidades?
Sin dudas, algo raro está pasando, y la memoria de Dios es sempiterna, y quizá por eso nos suceden tantas cosas; algo raro, y también muy grave, sucede con nosotros, y ese algo va mucho más allá de los simples razonamientos, de los serenos juicios, e incluso de la lógica más profunda. Creo que Dios debe estar bien molesto con nosotros. Y si no fuera cierto eso que opino, que me explique alguien por qué nos asaltan plagas a montón; por qué no desapareció jamás ese alado bicho que pica y enferma, y también mata, y por qué nos llegan feroces caracoles desde lejanas geografías, en lugar de llegarnos el oro y los diamantes que subyacen en esas tierras africanas.
No concibo otra razón que vaya más allá de mi creencia en la molestia de los dioses cuando intento entender nuestras desgracias. Ahora mismo no puedo dejar de poner al lado del bicho chino, ese que crece desmedidamente en toda la Isla, ese al que no le bastó con sofocar a La Habana, y la emprendió ahora contra Matanzas, Camagüey, con montones de provincias, amenazando con la extinción de los cubanos. Y al parecer no impresiona suficiente, de lo contrario no estaríamos ahora mismo amenazados también por un huracán que parece zumbar la amenaza, advirtiendo que podría extinguirnos con solo un golpe de viento.
Cómo quedar tranquilo entonces, cómo dormir a pierna suelta si el maldito está a la vuelta de la esquina y nos acosan una tras otras las desventuras, uno tras otro los temores, las congojas. Ahora es un ciclón que puede desbordar ríos y hacer que la furia del mar llegue a la tierra y que la ahogue, y puede hacer que los vientos de huracán sean enormes, que sean devastadores, capaces de arrasar con lo que queda, que ya es poco, que ya es demasiado poco… Y me pregunto cuántos techos se vendrán abajo, cuántos surcarán el cielo, cuántos no serán encontrados después de que el maldito nos otorgue la calma, después que se retire dejándonos quizá algunos muertos sobre la tierra mojada.
¿Cómo será el “paisaje después de la batalla”? ¿Cómo seremos nosotros? ¿Cómo viviremos? ¿Cómo sobreviviremos? ¿Qué pasará tras el paso de ese fenómeno y ya en la calma? ¿Tenemos los cubanos, a pesar de las experiencias, una cultura del desastre? Sin dudas no, la verdad es que ni siquiera reconocemos el desastre social y político que somos, y eso nos aleja del mejor discernimiento de la realidad, y también de las estrategias cicloneras, o huracanadas, y de la vida.
La propaganda comunista cubana hace alarde de una excelente y muy estudiada preparación para desastres, y hasta de un desarrollo sostenible para la defensa civil que no es real, y ni siquiera verosímil, y una preparación que no se puede resolver con esa “magia” que tanto socorre al poder cubano. Y el poder se mueve, en estos casos, desde sus más altas estructuras de dirección y sus discursos, pero no van mucho más allá de la palabra; debajo estamos, vivimos, nosotros, en la realidad del desamparo, en el deplorable estado de una grandísima mayoría del fondo habitacional.
Para nosotros, a estas alturas, lo más urgente y socorrido es el desespero y las plegarias que el fenómeno genera. Y ese desespero es fruto, esencialmente, del miedo, pero también de la desconfianza, de una certeza que nos reafirma que si se cae la casa vendrán días horribles que se harán semanas, que se convertirán en meses, en años de incertidumbre, de desespero y miseria; años en los que se vivirá entre la inacción de las instituciones “comprometidas” con el asunto, y las burdas promesas, la apaciguadora retórica del poder.
El huracán es, sin dudas, tan destructor como el comunismo en el poder, por eso quizá sería bueno nombrarlos, al menos de vez en cuando, o quizá siempre, con los apelativos de “ilustres” comunistas. Imaginemos que nos ahorramos el trabajo de seguir el alfabeto y poner nombres de políticos de muy raros predicamentos, imaginemos que escogemos los nombres de cierto “martirologio” comunista para nombrar los huracanes, para definir a los huracanes. Juegue usted a poner nombre, juegue a hacer justicia y nombre con el apelativo que prefiera, esta vez, y todas.
Los días que vendrán serán peores; junto a los desastres que la COVID-19 aporta, junto a la sarna que padezco, llegará Delta, pero yo trataré de darle un apelativo diferente, uno que me recuerde a los peores desastres, que me haga pensar en las miserias que los comunistas desataron, que me haga recordar sus impopularidades. Quiero que mientras transcurre Delta por mi tierra, vengan a mi cabeza los discursos del poder, y que recuerde yo los tantos temblores que provocan todavía. Y quizá hasta cuelgo un “punching bag” que exhiba alguno de los nombres propiciadores del desastre, para golpear, para golpear muy fuerte al “punching bag” mientras el ciclón se acerca, y cuando llega, y mientras pasa, y también cuando se aleja, mientras miro ese “paisaje después de la batalla”, y los tantos desastres que el diablo junta.
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