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Claro de luna: el bar surgido en las ruinas de un mítico central villaclareño

En Villa Clara, dos jóvenes emprendedores transformaron los terrenos antiguo Central “Carmita” en un centro recreativo inclusivo para personas de todas las edades

VILLA CLARA, Cuba. — El Central “Carmita” fue alguna vez uno de los ingenios más prósperos y poblados del centro del país, y de los que mayor cantidad de azúcar aportó directo a la exportación desde su primera molienda, en el año 1924. Mucho antes de llamarse “Luis Arcos Bergnes”, tal cual se lee en su torre, tuvo épocas de zafras millonarias al amparo de varios propietarios como la Cuban Cane Sugar, The Royal Bank of Canadá y el presidente Gerardo Machado, que conservaba una mansión de dos pisos muy cerca de allí.

Lo que fuera “Carmita” quedó solo en el recuerdo de los ancianos que habitan el batey. Del central sobrevive apenas su torreón blanco y el amasijo de hierros que conformaban su esqueleto. Hasta hace poco menos de un mes, el entretenimiento en el poblado era prácticamente nulo. Nada más ponerse el sol, el vacío sepultaba sus callejones en un silencio absoluto.

Son las ocho de la noche y el último hit de Shakira se roba la tranquilidad de “Carmita”. Por las cuatro esquinas que conducen al centro irrumpen un grupo de muchachos que han venido desde los caseríos adyacentes “El Cubano”, “Batey Viejo” y “Fusté”. Llegan allí en lo que pueden: volantas, caballos, carretas y motorinas. Se ha corrido la voz sobre la última sensación de la zona, la única: el bar “Claro de luna”.

“Esto era antes un basurero”, explica Daniel Turiño, un joven enfermero de 25 años que tuvo la idea de crear el espacio junto a su pareja, Kevin Ferrer, justo en el mismo sitio que antes ocupaban las oficinas del central y donde aún se conservaban algunas ruedas dentadas que hacían funcionar la mole de hierro. El interior está decorado con grafitis y lo cobija un árbol de yagruma, con mesas rústicas alrededor de una pantalla donde se proyectan videos musicales.

Entrada del bar (Foto de la autora)

“Aparte de la necesidad económica, aquí había una necesidad más grande de recreación. No había absolutamente nada y lo vivía principalmente yo, sin poder salir de mi casa. Lo concebí como café en las tardes (que tampoco había ninguno) y un bar en las noches”, agrega el emprendedor. “Para salir de aquí a Santa Clara, por ejemplo, tienes que alquilar un carro que te lleve y te traiga. Era un gasto de dinero enorme. Realmente se me estaba yendo la juventud”.

La mayoría de los locales que pertenecieron al central fueron entregados como viviendas y solamente quedaban esos cuatro muros sin techo que funcionaban como almacén de chatarra y basura. “Eran más de cien vagones de desperdicios. Después tuve que invertir para hacerle la barra, el baño y acomodarlo como tal. El gasto fue muy grande porque las paredes son tan viejas que no cogieron la pintura, por eso la idea de las firmas y los grafitis”.

La temática de la noche es la “fiesta del semáforo”: quienes vayan con sus parejas deberán vestir de rojo; los que aún no estén comprometidos, de amarillo; y quienes se encuentren “disponibles” llevarán una prenda verde.

Cada fin de semana los dos muchachos organizan una iniciativa diferente que, al mismo tiempo, les garantiza el reembolso de la inversión. Anteriormente dieron un premio a “la mejor vestida”, y tienen previsto otro espectáculo de modelaje con personajes de Disney. “Claro de luna” es, posiblemente, el único bar de su tipo enclavado en un batey de Villa Clara.

Grafitis en las paredes del bar (Foto de la autora)

Emprender en el “fin del mundo”

Vivir en un central demolido es un acto de resistencia. Si en las ciudades cabeceras apenas existen opciones económicas para los jóvenes, las zonas rurales en Cuba se encuentran en una situación de desidia mucho más marcada, que raya con la desolación y el aburrimiento.

Desde que el ingenio detuviera la molienda en 1999 y fuera canibaleado poco a poco, la gente que lo habitaba comenzó a marcharse hacia las ciudades y muchos otros dejaron el país. La última generación que aún reside en “Carmita” estudia o trabaja en pueblos cercanos, y demoran horas en llegar a este punto muerto de la geografía. De noche resulta prácticamente imposible salir de allí, a menos que se cuente con un medio de transporte propio.

Tampoco existen en la zona negocios privados que funcionen como cafeterías o expendan bebidas alcohólicas, ni siquiera en calidad de reventa. Aunque muchos emigrados envían remesas a sus familiares, no ha llegado hasta allí la modalidad de las tiendas en moneda libremente convertible (MLC).

Jóvenes afuera del bar (Foto de la autora)

En “Carmita” no se habla de otra cosa que no sea el nuevo bar, con grandilocuencia y asombro, como si se tratara del paso del circo o de la llegada de un carnaval.

“No teníamos ni un lugar para conversar”, confirma una joven de allí llamada Nadia, vestida de verde esa noche para “la fiesta del semáforo”.

“Las personas necesitamos socializar, ver otras caras. Los guajiros también tenemos derecho, porque aquí hay gente con dinero, lo que no había en qué gastarlo”, opina otro muchacho que trabaja en la siembra de ajo, en un pueblo cercano nombrado “La Luz”.

(Foto de la autora)

“Hacía falta”, subraya el propietario del bar, consciente de que ha logrado fundar algo extraordinario, prácticamente en el fin del mundo, solo con sus ahorros y los de su familia. “Viene gente desde Camajuaní, desde el reparto cercano a la Universidad. Con el cover de la entrada los sábados saco el dinero para comprar los adornos y todo lo que me haga falta para las fiestas temáticas”, explica.

Para concebir “Claro de luna”, Daniel y Kevin se basaron en la decoración de El Mejunje de Santa Clara. Su espacio también es inclusivo y pretende ampliarse con actividades infantiles los viernes en la mañana, o “tardes de décadas” en los domingos. Todo esto mediante su propia gestión.

“La idea es que no sea solo para los jóvenes. Los niños, por ejemplo, jamás ven un payaso”, asegura. Y concluye con una máxima que bien pudiera definir su emprendimiento: “Sin recreación, no existe estabilidad emocional posible”.

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Laura Rodríguez Fuentes

Periodista. Ha escrito para Vanguardia, OnCuba, La Jiribilla y El Toque. Reside en Villa Clara

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