LA HABANA, Cuba.- Por muy inverosímil que parezca, a 60 años de su llegada al Poder, el castrismo aún no ha logrado legitimarse. La autoconciencia de la naturaleza de su estirpe bastarda se refleja con particular fuerza en la perenne insistencia en inventarse vínculos de continuidad histórica con las guerras de Independencia y sus próceres, y también con el legado cívico e intelectual de la República.
El asunto no es trivial. Para el castrismo la búsqueda de legitimidad histórica se convirtió en una cuestión estratégica esencial desde los inicios de su conjura. No por casualidad Fidel Castro responsabilizó a José Martí con su audaz asalto armado a un cuartel militar del ejército constitucional, un alarmante signo de temeridad y violencia casi suicida completamente ajeno al legado martiano, que sin embargo fue ignorado por un pueblo demasiado apegado a la adoración de caudillos.
Pero la épica del Moncada, del Granma y de la Sierra Maestra ̶ cuyo fin esencial era la restauración de la modélica Constitución de 1940, mancillada en 1952 por el golpe militar de Fulgencio Batista ̶ desapareció tan pronto como la anhelada revolución democrática de Castro devino dictadura, aunque muchos cubanos de entonces no se apercibieran de ello.
Ahora, en otra forzada acrobacia, el tardocastrismo vuelve a profanar la memoria histórica al proclamar la nueva Constitución precisamente en la misma fecha en que 150 años atrás se aprobara, por consenso y mediante una Asamblea Constituyente de la República en Armas formada por delegados en representación de las tres regiones insurrectas de la Isla de Cuba ̶ Oriente, Las Villas y Centro (Camagüey) ̶ , la primera Ley de leyes auténticamente cubana: la Constitución de Guáimaro.
Para mayor escarnio, fue el General de Ejército Raúl Castro, Primer Secretario del Partido Comunista y dictador heredero por línea dinástica, quien proclamó la espuria Carta Magna en lugar del representante del “poder civil”, supuestamente refrendado en la Asamblea Nacional.
Según el General, la nueva Constitución recién impuesta “es continuidad” de la de Guáimaro (1869) y también de las Constituciones de Jimaguayú (1895) y La Yaya (1897), “porque salvaguarda la unidad de todos los cubanos y la independencia y soberanía de la Patria”. Lo cierto, sin embargo, es que no solo existen abismales diferencias entre las Constituciones mambisas y el sombrío edicto castrista recién consagrado, sino que este último significa una verdadera regresión con respecto de aquellas en materia de reconocimiento de derechos y libertades cívicas.
La primera diferencia es de origen, puesto que la génesis del engendro jurídico actual fue la creación, por parte del Poder dictatorial, de una oscura Comisión encargada de redactar en el mayor secreto lo que sería el “Proyecto” de una Carta Magna que más tarde sería sometida a lo que denominaron “consulta popular” ̶ cuyos debates, “aportes” y propuestas no fueron nunca publicados ̶ , proceso que continuó con las enmiendas formales que la misma misteriosa “Comisión”, siempre bajo la batuta del poder autocrático, realizó sobre el mencionado Proyecto, que hoy quedó oficialmente consagrado como “Carta Magna”.
En cuanto a las diferencias en el espíritu y la letra, baste citar, por ejemplo, la percepción entre los delegados a la Constituyente de 1869 de la necesidad de dividir los poderes, un espíritu democrático-liberal que comienza a reflejarse en la Constitución de Guáimaro, a pesar de ser ésta una propuesta política en condiciones de guerra y estar destinada a existir solo mientras durase el conflicto armado con España. En su Artículo 22 (de un total de 29 Artículos) refrenda: “El Poder Judicial es independiente, su organización será objeto de una ley especial”.
Más adelante, el Artículo 28 establece libertades que 150 años después son apenas remotas aspiraciones a derechos esenciales, cuyo ejercicio puede costar represión, cárcel o exilio a los cubanos: “La Cámara no podrá atacar las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, ni derecho alguno inalienable del Pueblo”.
Tan significativo era este principio democrático para los padres fundadores que lo mantuvieron vigente en la Constitución de La Yaya, a través de su Artículo Decimotercero: “Todos los cubanos tienen derecho a emitir con libertad sus ideas y a reunirse y asociarse para los fines lícitos de la vida”. Un derecho básico de toda sociedad libre y democrática en pos del cual perdieron la vida miles de los mejores cubanos de entonces, y que encontró lugar en la magnífica Constitución republicana de 1940, solo para ser violado por caudillos corruptos de diferentes signos políticos pero idénticas ambiciones y sed de poder, en los últimos 67 años.
No existe, pues, tal continuidad. Si de invocar a Guáimaro se trata estamos ante una herencia falaz. La Constitución castrista no solo es la negación del espíritu rebelde y libertario de Guáimaro sino que, por el contrario, nos condena desde este 10 de abril de 2019 a vivir sometidos a una dictadura permanente. La Carta Magna del General no es herencia ni continuidad: es epitafio.